La prédica del pastor Arrázola, en la que incita a la violencia y amenaza de muerte a un periodista, es el epítome de la podredumbre espiritual de estos ídolos de barro.

Yo no soy creyente pero respeto la parte bonita de la tradición judeocristiana. Me parece un absurdo negar la influencia de la Iglesia en la consolidación de la cultura occidental aunque me parece igual de absurdo negar que por cuenta de Dios se han cometido los peores crímenes de la historia.

Muchos de los creyentes que conozco tienen una forma de ver el mundo que se basa en la proyección del amor que Dios les manda: son personas nobles, generosas, escrupulosas, dispuestas a ayudar a quien lo necesita y abiertos a la diferencia. Sé que van a misa o a culto con frecuencia y que sienten en la oración una conexión mística que yo desconozco pero que respeto profundamente así el dogma me parezca tan etéreo como la presencia del Espíritu Santo.

También he tenido oportunidad de conocer de cerca a algunas comunidades cristianas y católicas que se toman la Palabra de Dios de una manera algo más literal. Recuerdo, por ejemplo, que hace algo más de un año acompañé a un grupo de jóvenes cristianos a hacer caridad en el centro de Bogotá. Si bien la comida era la excusa para una evangelización descarada y cargada de prejuicios, también hay que decir que al menos este grupo intentaba cambiar el mundo desde su forma de comprenderlo y lo cierto es que, si no fuera por ellos, más de cien indigentes pasarían sus noches sin probar bocado. ¿Cómo juzgarlos por eso si finalmente su labor es abnegada y llena de amor?

Pero también he conocido, afortunadamente no de manera muy cercana, a muchos líderes de opinión que aprovechan el púlpito para envenenar el mundo: idolatran al Dios cruel del Levítico y su palabra está cargada de amenazas y condenas a quienes piensen diferente. Estos pastores de pacotilla les dicen a sus feligreses cómo pensar, por quién votar y a quién discriminar, y encima les cobran por eso. 

Yo me pregunto en qué momento de nuestra sincrética historia religiosa les cedimos los púlpitos a estos personajes cuya mente parece estancada en la Edad Media y que no tienen ni siquiera la decencia de disimular su discurso de odio. En qué momento dejamos de prestarle atención a sacerdotes jesuítas y teólogos connotados para alabar a estos mequetrefes. Me pregunto también, y me asustan las respuestas que llegan a mi mente, por qué miles de feligreses los aplauden, les creen, les pagan y los defienden a muerte.

Se supone que uno cree en Dios y asiste a sus celebraciones con la intención de ser una mejor persona, se supone que amar a Dios es ocasión de regocijo, no una excusa para causar daño o para manipular a los más frágiles, se supone que el dogma se basa en el amor y busca unirnos en la fe, no en la estigmatización ni el odio. Se supone que todo lo anterior lo aprendimos a causa de una dolorosa historia cristiana, plagada de quemas de brujas, de corrupción, de inquisiciones y de cruzadas. Se supone que las iglesias protestantes no tendrían que caer en lo mismo que denunciaron en el Renacimiento. 

Si yo fuera creyente me quedaría con el Dios bueno, con el ejemplo de Jesucristo, con la idea de poner la otra mejilla, de amar al prójimo, de convertir el agua en vino para que todos disfruten como en las Grandes Dionisias… Si fuera creyente interpelaría con Biblia en mano a mi comunidad y les diría al mejor estilo del pastor Arrázola: “Cuidaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces”. Mateo 7:15.

Twitter: @andresburgosb