De las generaciones anteriores hemos heredado muchos prejuicios, como que para amar hay que sacrificarse o que el hombre es el que provee mientras la mujer cocina, pero creo que ninguno le ha hecho más daño a nuestra adolorida sociedad que la legitimación de la violencia como solución a nuestros conflictos.

Todo lo queremos resolver con violencia: si un niño es tímido fue porque le faltó correa, pero si jode mucho en un avión rogamos al cielo para que la mamá le pegue un par de palmadas. Cuando crecemos y tenemos algún conflicto personal, apelamos también a la violencia, bien sea con la pareja, con nuestros propios hijos o con el desconocido que me estrelló el carro. Desde la infancia legitimamos el uso de la fuerza como estrategia de enseñanza o como mecanismo de imposición sobre el otro y, claro, los niños aprenden rápido.

Por eso, pienso yo, somos tan mezquinos que creemos que la depresión adolescente se cura con un par de juetazos, confundimos convenientemente el derecho a la legítima defensa con la lapidación pública y creemos firmemente que un par de trompadas nos van a dar la razón. Basta ver los videos de linchamientos en Facebook y detenerse en los comentarios de la gente; esa misma gente habrá de ser la que cree que la mejor arma contra el bullying es envalentonar a la víctima a que le pegue a su agresor o la que piensa que hay que maltratar a un maltratador, violar a un violador o asesinar al asesino.

Defendemos a capa y espada la teoría de la chancleta como si fuera normal usar la violencia para corregir. Pregúntele usted a cualquier adulto mayor de treinta: la mayoría le dirá que gracias a un par de correazos bien puestos en el momento preciso hoy es un hombre de bien. Pues las estadísticas dicen lo contrario: Colombia es uno de los países más violentos del mundo y en eso algo le cabe de responsabilidad a la consabida chancleta. El año pasado hubo 238 riñas diarias, 238. Asimismo, se estima que el 46% de las muertes en el país tienen que ver con una riña o una venganza, promovidas seguramente por esas personas que se autodenominan “ciudadanos de bien”. Estamos enfermos de violencia, los síntomas saltan a la vista todos los días pero estamos tan acostumbrados a ellos que nos parecen normales y hasta un indicador de buena salud.

¿Habrá alguna correlación entre el número de riñas que hay al año y nuestra tolerancia hacia las pequeñas violencias? Si usamos la violencia con nuestros propios hijos, ¿cómo culparlos cuando usen la violencia contra otros?, ¿será que las altas tasas de maltrato intrafamiliar tendrán algo que ver con lo que aprendimos en la casa?

Tal vez vaya siendo hora de colgar la célebre chancleta y cambiar nuestros métodos de crianza, quizás así empezaremos a transformar la mentalidad violenta de las nuevas generaciones.  

Twitter: @andresburgosb