El domingo pasado vi los vestigios de un grave accidente de tránsito: dos cuerpos de motociclistas yacían muertos uno a pocos metros del otro. Se sabía de su muerte por las extremidades desgonzadas, por los rostros tullidos, por la crispación de los testigos… Fue una imagen terrible que me quedará un buen tiempo en la memoria porque, aunque viva en un país violento, no es tan común encontrarse de frente con la muerte.  

El accidente recién había ocurrido, por la posición de los muertos y de las motos estropeadas, no era difícil especular sobre cómo fue el golpe mortal: las calles están mojadas, la moto de alto cilindraje va a gran velocidad, pierde el equilibrio y se va encima de la pequeña. Pudo ser, digo. Los cuerpos magullados se chocan contra el pavimento, fracturas múltiples, trauma craneoencefálico, paro cardiorespiratorio.

Tampoco es difícil adivinar lo que pasó después: algún transeúnte se acerca, revisa un cuerpo, luego el otro, hace una llamada al número de emergencia. Llega una mujer corriendo, dice que sabe de primeros auxilios, intenta reanimar al menos muerto, no lo logra, se unta de sangre, saca su celular…

No sé a ciencia cierta cómo fue el accidente, si fue culpa de uno o de otro, si la ambulancia se demoró mucho, como suele ocurrir. Lo cierto es que cuando paso hay muchísimas personas alrededor de los muertos, algunas lloran, otras tejen teorías que nadie ha solicitado, los pocos testigos no se cansan de repetir una y otra vez su versión de los hechos, los chismosos observan consternados, fascinados. Uno de ellos saca su celular y, mientras escucha la historia, se acerca a un cuerpo, al más desfigurado, y le toma fotos en un espeluznante primer plano. Como una reacción en cadena, otros hacen lo mismo. Toman fotos a las muecas de la cara, a los ojos abiertos que ya no miran, a las piernas muertas… los carros que van por el otro carril se detienen, algunos conductores, los más morbosos, se bajan, toman fotos y se van. Otros llaman por teléfono: “sí, un accidente, se mató, ya te envío una foto”.

Todos ellos y todos nosotros somos pequeños Creontes que, con celular en mano, decidimos arbitrariamente hacer de un drama privado un asunto público en lugar de optar por la solemnidad del silencio. Me voy de la escena pensando en que seguramente hay dos Antígonas en camino que, además de enfrentar el dolor por el fallecimiento de sus seres queridos, tendrán también que exigir a los espectadores el mínimo respeto que merecen sus muertos.

¿Habrá que agradecer que al menos esta vez no grabaron un video robando a los muertos o que sus cadáveres no fueron usados para ganar likes en alguna página de Facebook? En esta tragedia griega, que es la vida, algún día nos corresponderá asumir el rol de Antígona, mientras tanto, seguiremos actuando como aves de carroña.

Twitter: @andresburgosb