El lenguaje incluyente es una aberración lingüística y una falacia feminista que deberíamos desterrar tanto de los discursos políticos como del debate académico por muchísimas razones, pero principalmente por tres argumentos fundamentales:

  1. La ilusión de la visibilización feminista

Ser feminista no es hablar de todos y todas, ni más faltaba. Alegan algunas feministas que incluir a los dos géneros gramaticales en los discursos públicos y en los comunicados oficiales permite la visibilización de la mujer, que está sometida simbólicamente en el uso del masculino colectivo. Yo, como seguidor del feminismo, creo que hasta en algo puede tener razón esa teoría pero, como lingüista, me parece una aberración tautológica:

Supongamos que el movimiento feminista logra que se haga obligatorio el uso del lenguaje incluyente en todas nuestras conversaciones: ¿A qué género se debe nombrar primero? ¿Si digo “niños y niñas” estoy poniendo a las mujeres simbólicamente en segundo lugar? ¿Si las cito de primeras estoy pasándome con el discurso políticamente correcto? ¿Y qué pasa con las minorías que no se identifican con ningún género? ¿no debería el lenguaje nombrarlas también a ellas de alguna manera?

Y si debemos mencionar ambos géneros cuando hagamos referencia a la población en general, ¿también deberíamos ser incluyentes cuando hablamos de sustantivos con connotaciones negativas como lo insinuaba Héctor Abad en un tuit? ¿Deberíamos hablar, entonces, de secuestradores y secuestradoras, de bandidos y bandidas?

¿Y qué pasa con los adjetivos, que por tradición machista tienen diferentes significados según el género? Porque no es lo mismo decir “el viejo zorro” que “la vieja zorra”, o “mi amigo es un perro” que “mi amiga es una perra”, o “ese tipo es un toro” a “esa vieja es una vaca”… en fin.

  1. La lengua es una experiencia cultural

El español, como todas las lenguas, está cargado de un sentido ideológico y de una experiencia social que lo transforma con el paso de los años y de los siglos. Basta señalar el caso de las palabras “cabello” y “colocar” que en el siglo XIX fueron consideradas versiones cultas de “pelo” y de “poner” o de expresiones cachaquísimas que buscan diferenciar la clase social del hablante. Con el género pasa lo mismo: el español es machista pero no por sí mismo, sino porque es un producto cultural, así que si queremos que en el discurso haya equidad de género debemos empezar por transformar nuestra cultura machista. Como lo decía en una columna sobre las letras del reguetón, la forma en que usamos nuestra lengua pone en evidencia lo que somos y en lo que creemos, por lo tanto, la discriminación a la mujer no cesará usando el horroroso lenguaje incluyente, sino cambiando la mentalidad de la gente”, con educación, con empoderamiento y sobre todo, con paciencia.

  1. La ley del mínimo esfuerzo

El cuerpo humano siempre busca la manera de obtener  los mejores resultados usando la menor cantidad de recursos, esta estrategia biológica es conocida como “la ley del mínimo esfuerzo” y aplica también para los procesos sociales. Nuestro aparato fonador está diseñado de tal manera que pronunciar ciertas combinaciones de fonemas nos resulta muy difícil, por eso, algunas palabras que en principio se pronunciaban de una manera ahora se han simplificado (fermoso, obscuro) y otras, que en la escritura se escriben de alguna manera, suelen pronunciarse de otra (abnesia por amnesia, usté por usted), lo mismo aplica cuando los enunciados son innecesariamente largos o engorrosos: es más simple, tanto en locución como en comprensión, decir “los niños colombianos son bonitos” que decir “los niños y las niñas, colombianos y colombianas, son bonitos y bonitas, respectivamente”. Esta es una de las principales razones por las que el lenguaje incluyente no ha pegado ni pegará jamás, por simple economía lingüística.

Twitter: @andresburgosb