I

La veo caminar segura de sí misma pese a que tiene los pies hinchados; parece tener muy en claro de dónde viene y para dónde va aunque todavía no se ubica bien en la ciudad. Wallesska se detiene, hace la fila para recargar su tarjeta con 50.000 pesos y cuando llega a la ventanilla su acento delata que no es de por aquí. Tiene un sabor tropical típico de la costa aunque su fenotipo no es caribeño; el color de su piel es más producto de las largas horas que ha pasado en la playa que de una herencia genética, al igual que sus pecas. Sus pies han recorrido gran parte del mundo y tal vez esa experiencia le ha servido para moverse por Bogotá, para aguantarse los aguaceros, los piropos, que son muchos, y los insultos que no han faltado. Parece una mujer frágil pero su carácter es fuerte, detrás de su mirada dulce se esconde una deportista de alto rendimiento que tuvo que renunciar al surf a causa de una enfermedad degenerativa, y un espíritu impetuoso que estuvo encarcelado algunos días por protestar contra el régimen de Maduro.

Wallesska en las playas de Aragua, Venezuela. Foto tomada de Instagram @wallesskaCarvajal

Según cifras de Migración Colombia, se estima que hay medio millón de venezolanos como Wallesska viviendo en nuestro país, sin contar los miles que usan a Colombia como territorio de tránsito para migrar al sur de América. De estos 500.000 venezolanos, algo menos de la mitad se encuentra aquí de forma irregular, es decir, sin pasaporte, sin visa de trabajo o sin el Permiso especial de permanencia -un papel que se inventaron las autoridades colombianas para hacerle frente a las desproporcionadas cifras de migrantes, que el año pasado aumentaron en un 110 por ciento-. Como Wallesska, son muchos los profesionales venezolanos que han tenido que venir a Colombia a regalar su trabajo y su conocimiento por menos de un salario mínimo al mes, otros muchos han optado por trabajar de manera informal, vendiendo productos típicos de Venezuela que trajeron de contrabando o intercambiando sus talentos por una moneda en Transmilenio. Y claro, también hay algunos que llegan a delinquir o a producir lástima inventando dramas y alquilando bebés, pero eso es otra historia.

Son las siete de la noche, hace frío afuera pero dentro de la estación de Transmilenio de la Calle 127 hay un bochorno que marea. Apenas si se puede caminar sin tropezarse con una fila o con un vendedor ambulante. Wallesska espera un bus que seguramente va a venir repleto, pero no hay de otra. Pensar en tomar un taxi a esa hora es imposible, no solo por la dificultad de conseguir uno sino por el costo: un taxi que la lleve hasta su casa le podría cobrar entre 35.000 a 40.000 pesos, más de lo que se gana en un día de trabajo. Y no le han pagado, todavía falta un mes para eso.

Una vez Wallesska tome el bus, se demorará unas dos horas en llegar a su vivienda, ubicada en Bosa, un sector popular del suroccidente de Bogotá. Allí comparte apartamento con una pareja de venezolanos que se vinieron unos meses antes a causa de la crisis y que, por lazos de sangre y solidaridad patriótica, le abrieron un espacio en su intimidad.

Sin duda es una rutina difícil pero Wallesska está feliz. Lleva tres días en su nuevo trabajo y parece que se ha adaptado bien o, al menos, eso es lo que le dice su jefe. Llegó hace un mes a Bogotá y este es su tercer empleo. Antes había probado suerte en un Call Center y en una tienda de videojuegos pero las condiciones no eran buenas: muchos empleadores aprovechan la necesidad de los recién llegados para ofrecerles trabajos indignos por un sueldo miserable y, en la mayoría de ocasiones, el venezolano no tiene opción de negarse. También están las bolsas de empleo, unas agencias que prometen estabilidad laboral pero que en realidad se aprovechan de la ingenuidad o el desconocimiento de las personas para sacarles los pocos pesos que traen consigo.

A una de estas bolsas de empleo llegó Wallesska una mañana, cuando no llevaba ni una semana en Bogotá. La atendieron con respeto, se detuvieron a analizar su hoja de vida con aires de estar interesados en el perfil de la venezolana y así descubrieron que estudió Mecánica dental en Venezuela, que habla francés e inglés y que trabajó como profesora de Español en Marruecos, entre otras muchas cosas que ha hecho a sus cortos 23 años. Sin embargo la falta de un documento que le permita trabajar legalmente en Colombia le cierra la mayoría de puertas, las pocas opciones disponibles son trabajos abiertamente esclavizantes que no reconocen el mínimo de dignidad laboral: empleos ilegales para empleados ilegales. Así que, previo pago de unos exámenes médicos y una cuota administrativa, que en total sumaron 45.000 pesos, Walleska llegó a un Call Center a recibir una inducción por diez días, en la que tenía que vender un producto por teléfono sin recibir un solo peso por eso. Luego de tres días de explotación, la venezolana renunció.

Bogotá es una ciudad costosa. Aunque Wallesska tiene algunos ahorros en dólares, le urge conseguir empleo. Sale todas las mañanas a buscar trabajo y aprovecha para conocer la ciudad. Ha paseado por el centro histórico y por la Zona T, ha pasado largas horas caminando porque no le gusta la soledad de su cuarto, la pone nostálgica, depresiva. Pronto le sale un nuevo trabajo, esta vez en una tienda de videojuegos en el Centro Comercial Andino. Le digo que es casi un milagro que en quince días en Bogotá ya haya tenido dos opciones laborales. Me mira y me levanta las cejas mientras se le dibuja una sonrisa irónica en la cara, como diciéndome que solo espera que esta vez no la estafen. Pasan los días y me vuelvo a comunicar con ella: en efecto, la estafaron. Estuvo tres días trabajando en la tienda bajo las órdenes de una colombiana abusiva que no le reconoció los días que estuvo frente a una vitrina en tandas de ocho horas, porque, según ella, estaba en inducción y las inducciones no se pagan.

Ya van dos veces que le pasa y presiente que es una práctica habitual en Colombia: los empleadores contratan venezolanos indocumentados para poder explotarlos más fácilmente. Cuando soportan el mes completo, les pagan tarde y sin prestaciones; cuando renuncian antes -y los presionan para que lo hagan-, no les pagan un solo peso con la excusa de que se encontraban en un periodo de prueba, el eufemismo que usan es “Inducción no remunerada”.

Ahora Wallesska recién ha empezado a trabajar en su tercer empleo, tiene por oficio empacar y enviar diferentes productos que la empresa vende en línea, también contestar llamadas, crear bases de datos, hacer diligencias y cumplir con cualquier cosa que se presente, como pagar los servicios públicos de su jefe o ir a comprarle el desayuno. Acaba de salir de su tercera jornada de trabajo y está exhausta.

Llega el primer bus. Wallesska es delgada pero no tanto como para acomodarse en el pequeño espacio libre que se hace cuando se abren las puertas automáticas. Adentro la gente va apretujada, a tal punto que ni siquiera hay libertad de movimiento como para cerciorarse de que  el celular siga en el bolsillo. Los empellones de los usuarios la han ubicado casi de primera en la fila de espera y a mí no me queda de otra que dejarla ahí confiando en que la ruta siguiente no se demore mucho.

II

Estoy en la estación de la calle 57 esperando a que Wallesska aparezca. Pasan los minutos y nada que la veo bajarse del bus L18. Le marco a su celular pero no me contesta, le escribo mensajes por Whatsapp pero no le llegan. Olvidaba que ya consumió el saldo de 3000 pesos que cargó ayer en una tienda de barrio. Usa mucho sus redes sociales porque es la única manera de mantenerse en contacto con los suyos y por eso los datos se le acaban rapidísimo, ha pensado comprar un plan pospago pero por ahora las cuentas no le cuadran. Pasan los minutos y nada que llega. Mi instinto paternal me pone alerta, conozco mi ciudad y sé que es muy hostil con el extranjero, sobre todo con el venezolano. Recuerdo los muchos casos que he escuchado de discriminación y violencia.

Reviso su cuenta de Instagram como para traerla con la mente. Tiene algo menos de diez mil seguidores gracias al reconocimiento que le ha dado el surf y al despliegue mediático que hubo por su captura en unas protestas en Valencia. Veo uno de sus últimos posts: es un video grabado en la plaza de Bolívar, allí hay reunidos muchos venezolanos que cantan y celebran el efímero reencuentro. Al pie del video hay un breve mensaje que dice “Me devuelven la fuerza”.

Levanto la mirada y ahí está ella. Ha venido por unos medicamentos que un donante le ha conseguido. La artritis ha empeorado con el frío bogotano y las noches sin medicina son lo peor. Toma al día cinco pastillas de dos medicamentos, uno para el dolor y otro para la inflamación; debe hacerse una quimioterapia al mes pero ha venido aplazando el tratamiento porque no puede pagarlo. Alguna vez sus amigos surfistas hicieron una colecta para cubrirle el tratamiento, pero dio con un intermediario que la estafó y la dejó sin dinero y sin medicina.

La primera vez que sintió el dolor en sus articulaciones fue en las playas de Aragua. Por entonces, pensó que era el virus del Chikungunya porque los síntomas eran parecidos, pero el malestar se acentuó con los días al extremo de no permitirle levantarse de la cama por más de un mes. Luego de muchos exámenes y especulaciones, el diagnóstico fue que sufría de Artritis reumatoide, una enfermedad autoinmune que destruye los tejidos de su cuerpo, afectando la movilidad en sus extremidades, produciendo inflamación en las articulaciones y dolor en los huesos. De eso hace ya año y medio, desde entonces, Walleska debe seguir un estricto tratamiento que no ha podido cumplir debido al desabastecimiento y a los altísimos costos de los medicamentos importados. En consecuencia, ha perdido la movilidad en su muñeca derecha, su visión se ha reducido y cada cierto tiempo se le inflaman los dedos.  

Ya se acostumbró a su enfermedad. Al comienzo fue muy frustrante descubrir que ya no podía hacer las más elementales operaciones manuales con su mano derecha, como pelar una fruta, cepillarse los dientes o ponerse la ropa; con el tiempo aprendió a usar su mano izquierda cuya movilidad aún conserva a la perfección, pero a veces, la memoria de años de adiestramiento articulatorio o un simple reflejo, le pueden ocasionar dolorosos accidentes.  

Cogemos por la calle 57 hacia el oriente, camino a un pequeño local de arepas venezolanas. La idea de probar de nuevo su comida típica le entusiasma aunque se adelanta a declarar que seguramente las arepas que venden aquí no serán tan ricas como las de su tierra. Se sienta en una mesa y pide la carta. Mientras se quita el protector de su mano desvalida, me explica cuáles son los ingredientes de cada una de las opciones que aparecen en el menú. Se decide por una arepa “Pelúa”, rellena de carne desmechada y queso amarillo y de tomar pide un Papelón, limonada propia de Venezuela. Debe comer rápido porque está lejos de casa y tiene que llegar a preparar el almuerzo del día siguiente. Si le va bien, estará llegando a las 10:30 de la noche a su casa; mientras cocina algo para el día siguiente, se toma sus medicamentos y se prepara para dormir, se acostará a descansar cerca de la media noche. Al día siguiente debe levantarse a las 4:30 de la mañana si quiere llegar a tiempo a su trabajo, lo que le deja un margen de menos de cinco horas de descanso.

Walleska se seca las lágrimas mientras toma su bebida. En los días que la he acompañado es la primera vez que la veo llorar. Me habló de venezolanos comiendo en la basura, de niños enfermos que la fundación en la que trabajaba como voluntaria recogía por las calles de Valencia, de su enfermedad y de su paso por la cárcel sin soltar una sola lágrima, pero ahora que le pregunto por las fotos que veo en sus redes sociales, en donde está con quien presumo, es su novio, toda su fortaleza parece desvanecerse en dos lágrimas gordas que se apresura a limpiar. Se llama Andrés y sí, es su novio. O bueno, era, porque el régimen no solo te quita la comida y el trabajo, también te separa de los que amas.

Detrás de las fotos hay una historia de amor truncado que parece sacada de una telenovela venezolana: dos jóvenes se conocen en la playa, se enamoran, comparten un vínculo mágico que es frágil porque ella tiene que partir, la inminencia del viaje hace que las emociones se potencien y pasan cuatro meses maravillosos. Luego, el rompimiento, la foto de la pareja abrazándose frente al bus que llevará a Wallesska a Cúcuta, un mensaje que promete lo improbable,  dos corazones rotos. Dos más de los miles de corazones que se rompen cada día a causa del exilio.

Son las 9:00 de la noche. Me siento culpable porque he alterado su rutina, le ofrezco pagarle un Uber para que la lleve rápido a su casa, le cuesta aceptar mi ayuda pero finalmente accede. No le gusta sentir que depende de alguien o que le debe favores a desconocidos, se define como una mujer autónoma y le creo: cómo no creerle si desde los 15 años se fue de su casa para hacer su carrera deportiva a pulso, cómo no creerle si cruzó la frontera sola, corriendo mil riesgos para llegar a Bogotá a empezar de nuevo con su vida.

Llega el Uber. Le pido a Wallesska que por favor me llame o me escriba en cuanto llegue a su casa para confirmar que esté bien -vieja costumbre bogotana, quizás herencia de los años de violencia- pero me recuerda que no tiene minutos, ni datos ni wifi. Habrá que esperar hasta mañana a que recargue otros 3.000 o a que se conecte a la red del trabajo.

III

No ha sido una buena semana para Walleska: se ha sentido decaída, sufre de mareos cuando va en Transmilenio y la dura rutina le diezma el ánimo. Ha hecho amistades en el trabajo y posiblemente este viernes salga en la noche a tomarse algo, tendrá que ser plan económico y habrá que evitar el licor, pero siente que lo necesita. Ayer se desmayó en el bus. Parece que haber retomado los medicamentos le ha causado las náuseas que la agobian desde hace algunos días. Quiere ir al médico pero no tiene Sisbén ni EPS y a los venezolanos sólo los atienden en hospitales públicos si se trata de una emergencia. Por ahora, tendrá que esperar a reunir la plata necesaria para una consulta particular.

Sus ahorros se acabaron. Tal vez no fue tan buena idea haberse comprado la lavadora de segunda, pero era hacerlo y apretarse más el bolsillo o lavar su ropa a mano y con agua fría, toda una tortura para cualquiera que sufra de Artritis. Afortunadamente una tía le ha enviado un giro de 50 dólares desde Estados Unidos, dinero con el que puede subsistir mientras le pagan. Su tía también se fue de Venezuela hace ya algún tiempo, pero contó con la suerte de poder migrar a Estados Unidos, allí se dedica a limpìar oficinas, gana en dólares y ya pudo comprarse un carro. Aquí se gana en pesos y el dinero no rinde.

Lo único que parece animar a Wallesska es que se aproxima su cumpleaños. El 5 de junio cumplirá 24 y eso la emociona. Yo sospecho que cuando llegue ese día y se vea lejos de los suyos, sin regalos y sin celebración, posiblemente se va a deprimir más, pero me callo para evitarle malos ratos que ya llegarán solitos. Podría decirse, de hecho, que toda su estancia en Bogotá ha sido un mal rato: lleva mes y medio en la ciudad y no se ha podido acostumbrar a la hostilidad de los bogotanos ni al clima. Tuvo que comprar una sombrilla con los ahorros que le quedaban porque ya se había mojado en dos ocasiones llegando al trabajo, pero la dejó olvidada en el Uber que le pedí hace unos días. LLoró de la rabia, como aquel día en que le dijeron que las venezolanas solo servían para prostituirse.

En las playas de Aragua el clima era muy distinto y la vida tranquila. Wallesska vivía a unos metros del mar y todos los días salía al menos un par de horas a entrenar. Era bodyboarder profesional pero tuvo que dejar de practicar esta especialidad del surf a causa de la artritis. Igual, el gobierno ya le había quitado muchos recursos a su deporte por considerarlo una “actividad de oligarcas”. Antes de que las cosas se pusieran difíciles, Wallesska alcanzó a figurar como una de las mejores venezolanas dentro de su especialidad. Ganó campeonatos locales, luego nacionales, representó a su país en diferentes torneos internacionales y así conoció los mares del mundo. Se enamoró de un colega marroquí y se fue a vivir con él a un pequeño pueblo llamado Tamaragh, a orillas del mar Mediterráneo, hasta que las diferencias culturales abrieron un abismo en su relación y decidió devolverse a su terruño.  

Wallesska conoció el mundo gracias al surf. Foto tomada de Instagram: @WallesskaCarvajal

Cuando llegó a Valencia, en el 2016, se encontró con una ciudad colapsada por el desabastecimiento y el hambre. Su espíritu impetuoso la llevó a vincularse a una fundación que le prestaba atención integral a los niños desprotegidos, así como a participar en todas las protestas que la oposición organizó. La última vez que marchó fue cuando desde el gobierno se convocó a una Asamblea Constituyente que le daría aún más poder a Maduro. En ese Paro Cívico Nacional de julio de 2017 hubo decenas de muertos y desaparecidos, otros tantos, como Wallesska, fueron encarcelados injustamente y acusados de Traición a la patria. Los peores días estaban por venir.

IV

Hoy Wallesska recibió su primer salario. Como no trabajó el mes completo le correspondieron solo 610.000 pesos de los cuales tiene que reservar 220.000 para pagar el alquiler de su cuarto, 150.000 pesos para transporte, 30.000 para servicios y por lo menos 200.000 para alimentación. Por lo visto, este mes tampoco va a poder comprarse sus medicamentos ni destinar dinero para mandar a Venezuela, y ni imaginar la posibilidad de sacar algo para comprar ropa o ir a cine. Sus preocupaciones, sin embargo, se disipan con el viento cuando agita la bufanda negra que lleva al cuello: fue el primer regalo de cumpleaños que recibió de parte de una de sus compañeras de trabajo y me lo muestra orgullosa. Me mira como si yo tuviera una cámara fotográfica y posa radiante luciendo su nueva prenda, como cuando modelaba ropa deportiva o cuando hizo una campaña para promocionar una marca de zapatos en Valencia.

Aunque hay días en que está, como dice el poema, para penas solamente, en términos generales Wallesska se ve feliz. Admiro su vitalidad y optimismo porque me hacen reflexionar sobre mi papel en el mundo, sobre mi habitual descontento existencial o la frustración que me generan tantas soberanas pendejadas. Sin darle más largas al asunto le pregunto por el tema que nos convoca y, mientras se come su hamburguesa, me cuenta la historia de cómo terminó presa por protestar contra el régimen de Maduro.

Sucedió el 15 de julio de 2017. Wallesska fue capturada por estar protestando en una guarimba de las que se solían organizar en Valencia para hacerle frente al régimen con neumáticos quemados y pedazos de madera. En la cárcel le quitaron los cordones de los zapatos, le pidieron que se desnudara para verificar que no trajera droga o armas en su cuerpo, le pegaron en la espalda y en las piernas, le negaron el acceso a un baño decente y la mortificaron durante tres días con amenazas de violación grupal, empalamientos y la propia muerte, que a la larga se veía más digna que el resto de augurios.  

Wallesska resistió con valentía pese a que por entonces sus quimioterapias eran más frecuentes, de hecho, gracias a su enfermedad y a las redes sociales, la presión social fue tal que la policía tuvo que dejarla libre: la razón fue que en varios teléfonos celulares quedó grabada su captura y sus amigos surfistas empezaron un movimiento digital tan grande que en pocas horas toda Venezuela clamaba por su libertad. Luego de cuatro horas de dar vueltas por Valencia con una capucha en la cabeza, la liberaron de mala gana en pleno centro de Ciudad Chávez, una ciudadela afín al régimen. Le dijeron que si abría la boca sobre lo que había visto y vivido en la cárcel la iban a matar, le hicieron firmar un papel en el que ella admitía que el trato de la policía había sido digno, le hicieron borrar todas las fotos de la protesta y todos los mensajes contra el régimen que tenía en sus redes sociales.

Pasaron unos meses y luego empezaron las llamadas telefónicas: le advertían que la estaban vigilando y que su teléfono estaba intervenido, que conocían sus movimientos y su lugar de residencia, pero lo que nunca pudieron adivinar es que en su mente ya se estaba gestando la idea de huir a Colombia…Wallesska habla con naturalidad y hasta se atreve a sonreír mientras relata su tragedia. Quiere dejar esos malos recuerdos en el pasado y en el diván al que tuvo que asistir por meses.

Se ha terminado su hora de almuerzo, es momento de volver a trabajar. Me despido de ella agradeciéndole por los días que me permitió conocer su cotidianidad y le prometo que será la primera persona en conocer esta crónica. Pese a todo el dolor que lleva en el alma y en los huesos, pese a no tener dinero ni un futuro prometedor en Colombia, se despide y la veo caminar alegre y segura sí misma. Tiene una bufanda nueva y eso es suficiente razón para ser feliz.

Twitter: @andresburgosb