Estoy hastiado de la idea romántica de que las pequeñas acciones pueden tener un impacto global, más cuando se habla del medio ambiente. Odio que se le achaque la culpa de los males del mundo al individuo cuando en realidad es consecuencia directa de políticas públicas que favorecen a las grandes industrias en detrimento de nuestros ecosistemas.
Hace unos años, por ejemplo, hubo una alerta de sequía y la consecuente amenaza de un apagón si no ahorrábamos agua. El presidente Santos salió en televisión diciéndole a los ciudadanos que cada uno debía poner su granito de arena para evitar una catástrofe, pero se le olvidó decir que la extracción de petróleo, la minería y la ganadería son los sectores de la economía que más consumen agua, más que todos los habitantes del país juntos. Por ejemplo, para extraer un barril de petróleo se gastan aproximadamente 7.000 litros de agua, si, en promedio, una persona consume 76 litros de agua al día, esto quiere decir que un barril de petróleo “consume” el agua de 92 personas. Colombia produce 870.000 barriles de petróleo diarios así que haga cuentas: un día de producción petrolera en el país gasta lo mismo que el consumo de agua de toda la población colombiana en dos días. Sin embargo, pareciera que la culpa la tiene el señor que no cierra la llave cuando se cepilla los dientes y no las grandes petroleras del país.
Ejemplos como el anterior se replican por todo el mundo porque los gobiernos son conscientes de que al ciudadano hay que venderle la ilusión de pertenencia, de participación, y qué mejor manera que ofreciéndole la posibilidad casi heroica de salvar el mundo. Por eso lideran cruzadas contra el uso de pitillos, por ejemplo, cuando a la vez y sin sonrojarse, permiten la explotación de recursos naturales o elevan los aranceles de los automóviles eléctricos, lo que genera una contaminación exponencialmente superior a la que producen todos los pitillos del mundo. El ciudadano ingenuo cree que está salvando a los osos panda por reutilizar las bolsas plásticas cuando en realidad solo es un insignificante chivo expiatorio de la industrialización y de lo que llaman el «capitalismo salvaje».
Para no ir muy lejos, esta semana en Bogotá se decretó una alerta ambiental porque los niveles de contaminación están disparados y el clima no ayuda mucho. La decisión de la Alcaldía fue extender el pico y placa de carros particulares los días sábado y domingo, alargar las horas de restricción entre semana y utilizar sus redes sociales para dar mil y un consejos inocuos para que entre todos mejoremos la calidad del aire. El asunto es que la contaminación de los carros particulares no es representativa frente a la contaminación que genera Transmilenio. ¿Entonces por qué satanizar al vehículo particular en lugar de tomar medidas drásticas contra la contaminación que produce Transmilenio? Pues porque el sistema de transporte es un negocio y, así nos quieran hacer creer lo contrario, el dinero sigue siendo más importante que el medio ambiente.
Esta nueva restricción pone en evidencia una vieja estrategia de los gobiernos y las corporaciones: culpar al ciudadano corriente de las terribles consecuencias ambientales de las industrias y a la vez darle un placebo para hacerle creer que sus acciones individuales pueden salvar el mundo.
Así los políticos, los empresarios y los poetas nos quieran hacer creer lo contrario, la realidad es que al planeta le afecta muy poco lo que yo haga o deje de hacer en mi entorno para contrarrestar el cambio climático, porque un problema global demanda acciones globales. De nada sirve dejar de sacar el carro para que se despeje el aire así como de nada sirve dejar de usar pitillos para salvar a las tortugas del Atlántico; si los gobiernos y las corporaciones no piensan en el bienestar colectivo, lo que hagamos en casa por salvar el planeta no terminará siendo más que un placebo.
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