Las redes sociales son relativamente nuevas. En algo más de una década han logrado transformar la forma en que nos relacionamos sin darnos mayor tiempo de comprender sus implicaciones que, al menos, tienen dos características peligrosas:  su naturaleza inmediatista y su alcance, potencialmente global.

Con ese panorama, se ha vuelto muy sencillo para cualquier usuario de internet hacer famosas sus opiniones que en otros contextos pasarían por groseras, impertinentes o, como mínimo, carentes de cualquier rigurosidad; citando las palabras de Umberto Eco, “las redes sociales le dan derecho de hablar a legiones de idiotas”, idiotas que se creen muy agudos o muy chistosos cuando en realidad solo tienen el mérito de tener unos cuantos miles de seguidores que comparten sus mismos sesgos ideológicos.

Esto es un peligro para una sociedad premoderna como la nuestra, porque quien desconoce estas dinámicas comunicacionales corre el riesgo de creerse el centro del mundo y convencerse a sí mismo de que sus opiniones, que en  un salón de clase causarían gracia o pesar, en las redes sociales sean exaltadas como verdades absolutas.

Así, leemos columnas de opinión de gente que no sabe opinar y tiene que recurrir al plagio,  como le pasó a una dizque columnista del uribismo, o tuits incendiarios que bien podrían calificarse como amenazas, o comentarios que deberían permanecer en la esfera privada pero que saltan a la popularidad monumental del internet, sin filtros, listos para crear realidades, generar polarizaciones  y dañar procesos sociales que no nos gustan.

Por eso me gustaría usar esta tribuna, nótese la paradoja, para invitar a los influenciadores y a los usuarios de redes sociales en general a que de vez en cuando cierren la jeta. No es necesario tener una opinión sobre el tema de moda para mantenerse vigente, ni rebelarse contra la cultura popular para parecer más inteligente… Es difícil callarse cuando hay miles de idiotas esperando un sarcasmo cruel, pero hay que aprender a tomar distancia y reflexionar, igual que hace un escritor cuando abandona su obra y la retoma meses después para releerse y comprender que lo que en principio parecía un buen proyecto, no es más que una idea trillada llena de clichés.

Si controlamos el afán de compartir nuestras opiniones con el mundo, quizás podríamos evitar impertinencias tales como la de juzgar la mala calidad de la música de un cantante justo cuando acaba de fallecer y sus seguidores están en duelo, o la perentoria necesidad de despotricar contra el feminismo justo el único día del año en que se exaltan las luchas de las mujeres por la igualdad de derechos.

Cerremos la jeta por un momento y aprovechemos para, por ejemplo, darle voz a quien nunca la ha tenido, sentir empatía por quienes no piensan como nosotros o, simplemente, para darnos la oportunidad de reconocernos como seres falibles y frágiles. Cerremos la jeta y seamos más felices.

Twitter: @andresburgosb