¿Por qué le damos tanta trascendencia a las tonterías que algunos hacen en internet? ¿Qué tiene de seductor para una sociedad como la nuestra ver a una mujer hablando de que la gente que protesta es estúpida o que piensa que sus ancestros son europeos, a diferencia de todos los indios que vivimos aquí? ¿Por qué no aprovechamos la democratización de los medios de comunicación para conocer el mundo, construir conocimiento o salvar a las tortugas del Pacífico en vez de darle popularidad a esta gente?
Estas preguntas están de moda por estos días a causa de los dos eventos que ya señalaba en el párrafo anterior. Muchos opinadores hablan de que este tipo de acontecimientos son producto de las redes sociales, el medio de comunicación por excelencia de la Posmodernidad, una especie de faro que estaba llamado a iluminarnos, pero que se ha desacreditado a tal punto que se convirtió en una cloaca que recibe todos nuestros deshechos.
Yo pienso que las redes sociales no son un faro, más bien son un espejo: no son más que una manifestación de la condición humana, que ya está bien desacreditada desde que nos creímos los amos del mundo, basta ver con que desde siempre ha habido filósofos desesperanzados con la esencia humana: “el ser humano nace bueno pero la sociedad lo corrompe”, decía, Rousseau por allá en plena Ilustración, época en la que no había redes sociales.
Dicen que la Posmodernidad relativiza toda verdad y permite que cualquier discurso sea válido, por eso la banalidad se ha tomado las esferas públicas, los noticieros, las discusiones académicas y por supuesto, las redes sociales. Esto podría ser cierto parcialmente para algunas sociedades que en efecto han superado el proyecto de Modernidad, pero creo que, al menos para Colombia, no aplicaría del todo porque en gran medida somos una sociedad que se debate entre lo premoderno y lo moderno. Entonces para explicarnos como sociedad tendríamos que aplicar más bien a conceptos propios de la Modernidad, como la falta de educación, el individualismo, el consumismo, los regímenes totalitarios, la influencia de la religión, etcétera… que son los mismos problemas que hemos tenido desde antes de que se inventaran el computador.
Es decir, comparto la indignación de que somos una sociedad indiferente a la que no le importa los procesos políticos o sociales, a la que le dan pan y circo para que sea feliz mientras el país se cae a pedazos, pero el punto es que eso no es consecuencia de las redes sociales porque siempre hemos sido así, lo único que ha cambiado es la forma en que administramos los placebos que usamos para creernos felices: ya no es solamente a través de un medio unívoco (los partidos de fútbol, la farándula…) sino multilateral en donde no solo consumimos banalidades sino que las reproducimos.
Lo seductor del video viral del momento es de la misma naturaleza que los reinados de belleza en la época del narcotráfico: ambos son una ruta de escape a una ficción que exalta nuestras emociones por encima de las circunstancias, una excusa para huir de la dura realidad que soportamos, un mundo mágico en el que muchos se quedan a vivir. Está muy mal, supongo, pero a eso nos ha acostumbrado nuestro pasado violento y nuestros medios de comunicación. Para evolucionar no debemos estigmatizar las redes sociales, sino invertir en educación y voluntad política, porque la banalidad que nos caracteriza no es un problema aislado sino una consecuencia de los problemas inherentes a una sociedad moderna que ve en el capitalismo la principal fuente de progreso. En conclusión, el asunto es que si queremos tener un debate de altura sobre las redes sociales, debemos entender que su función no es desviar nuestra atención de lo importante, sino que solo son un vehículo que transmite nuestros prejuicios, así que si queremos que nos sirvan para algo mejor que para ver videos virales, los que tenemos que cambiar somos nosotros.