Tengo dos palabras para ofrecerles: discriminación y condescendencia, porque van de la mano. El Espectador lo prueba con la redacción de su artículo más compartido sobre el caso de Carmen Beltrán. Sí, consiguió viralidad, pero se equivocó de enfoque.
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Entre humanos, la igualdad es debatible. Mal que bien, es así, al menos hasta que un gran nombre diga lo contrario. Por ejemplo: Carmen Beltrán, la empleada doméstica más mediática de estos últimos dos meses, ganó una tutela contra el Club Naval de Cartagena, quien comparó su ‘condición’ con la de los animales porque ambos tienen la entrada prohibida a las instalaciones. Un horror que Beltrán pudo desmontar ya que demostró, por vía oficial, que no se puede discriminar bajo ninguna circunstancia. Y punto.
Es lindo; en El Espectador ese poder de la validación institucional lo tienen muy claro. Por eso es chocante que exista discriminación en uno de sus artículos que lo que pretendía reivindicar a la discriminada. Es, en realidad, una sorpresa: lo que logra es acomodarse al gusto y voluntad de un lector de élite.
Empecemos: el artículo «Carmencita», la empleada doméstica que no se dejó discriminar por el Club Naval menciona, bien entrado el texto, que a Carmen Beltrán “la fama la cogió desprevenida (…) Pero a ella no le importa, solo quiere llevar el uniforme blanco con dignidad”.
Uno de los mejores trucos de la discriminación para pasar desapercibida es el uso de los diminutivos. Aunque en muchos países hispanohablantes se usen los ‘itos’, ‘itas’ y ‘citos’ o ‘citicas’ para apodar a casi todo lo que existe, siento que son especialmente resaltados en medios públicos cuando se trata de empleadas domésticas (muy distinto a lo que sucede con los hombres a quienes, independientemente de su estatus social, se los suele introducir con el ‘don’ o ‘señor’).
Cuando salió en la prensa la historia de María Trinidad Cortés, quien fue obligada a trabajar 35 años en Medellín sin recibir pago alguno y que también ganó una tutela contra la familia que vulneró y abusó de sus derechos durante tanto tiempo, el texto no tardó en hacer énfasis en un aspecto de su identidad: le decían ‘Trinita’.
Ojo: claro que el uso de apodos en historias periodísticas puede crear una sensación de cercanía con el lector. Aun así, es un dato irrelevante que también crea el efecto contrario: aleja a los apodados de la igualdad. Piénsenlo así: nunca van a ver en una entrevista oficial que a Juan Manuel Santos lo llamen ‘Juanito’ o que a un empresario lo revelen por su apodo del barrio. Nunca.
El Espectador se dejó llevar por un lenguaje que alude, inevitablemente, a una discriminación: la disminución de la empleada doméstica.
Continuemos con las citas textuales. Se reafirma a Beltrán así: “Carmencita no terminó el bachillerato, llegó hasta sexto grado porque no lo aprobó, decidió retirarse, quería trabajar, no llegó a la universidad (de lo que se arrepiente), vivió en pareja y se separó hace ocho años. Pero sabía que era una persona igual a otra, y que la discriminación es un acto que transgrede lo humano”.
Esa última oración es abrumadora: me da la sensación de que, en vez de mostrar a Beltrán empoderada con cierto tipo de conocimiento restringido a otros mortales, lo que hace es lograr el efecto contrario: “a pesar de todas sus condiciones” -como si la mayoría de seres humanos vivieran privilegiadamente-, ella es un ser humano ¡y qué virtud que lo sepa! Eso diría un lector del Club Naval.
Es una lástima que al condescender con ese lector, el texto trata la igualdad no como la norma, sino como algo excepcional. La prensa liberal, en este sentido, si tiene una responsabilidad humana de velar por la igualdad de todos, debe cuidar la relación que establece entre la viralidad y la dignificación de la gente. El artículo fue compartido más de 18.800 veces hasta la fecha. Esa es la cantidad de personas que están mirando lo que dice una institución de papel; y dudo que con el criterio de ese texto el periódico esté creando espectadores.
Maru Lombardo