Cuando tenía trece años me iba parrandeando el segundo de bachillerato y mi madre que era la autoridad en mi hogar amenazó con cambiarme de colegio meterme en un antro educativo que había en el barrio al cual llegaban por castigo todas las ‘caspas’ de ese sector.

Eso me lo dijo la miscelánea que funcionaba en el garaje de la casa, local  de  donde se sacaba la plata para pagar los estudios de mis hermanos y yo. En ese momento,  pasaba un vecino costeño que nos quería mucho, con el que jugábamos fútbol los domingos y que se dedicaba a estudiar ingeniería electrónica en la Universidad Pedagógica. Ya en el pasado mi mamá le había pagado clases de matemáticas para reforzar esa materia que siempre fue mi talón de Aquiles.

Al escuchar la conversación intercedió por mí y le hizo una propuesta a mi progenitora. Le dijo que me daría clases gratis y que si él lograba que yo recuperara el año, ella me dejaba ir de vacaciones en diciembre a Montería, su tierra. 

Para no alargarles el cuento porque ese no es el tema que nos atañe, pasé el año y ella tuvo que dejarme ir dos meses con mi vecino. Ese viaje marcó un antes y un después en mi vida: primero porque tuve mi primera novia y segundo, porque descubrí en esa estadía lo maravilloso que es el folclor vallenato. Se me pegó tanto que unos años más adelante tomé clases de acordeón durante un doce meses (fuí compañero de estudios de Beto Jamaica, único rey vallenato cachaco), labor que se me dificultó bastante porque soy zurdo.

Después, por otro tipo de obligaciones y la falta de plata para comprar un acordeón propio, tuve que dejar de practicar la interpretación del instrumento, pero siempre seguí interesado en el tema, y sobre todo escuchando, mucho pero mucho vallenato.

Odiada por muchos pero amada por muchos más, la música vallenata es la que más vende en nuestro país. Carlos Vives la internacionalizó y ese es el tipo de vallenato que muchos de mis paisanos rolos conocen. Pero en mi caso y con el debido respeto por los que realmente saben del tema, soy un estudioso de ese tipo de música y me acerco más a lo que le gusta al costeño. Ese estilo  que se interpreta solo con caja, guacharaca y acordeón. Purista como ello, me acomodo al comercial, al vallenato chillón de grupos como Los inquietos o Los diablitos, a los  que no le quito méritos; pero en general me gusta más en los santanderes y el interior del país.

Es por eso que por estas épocas de Festival Vallenato me entra una tremenda ‘tusa musical’, ya que es poco o nada lo que he podido vivir de esa majestuosa fiesta, en donde se reunen los mejores exponentes del acordeón en todas las categorías y edades, junto con los mejores compositores de la región. Solo en el pasado, por un viaje de trabajo, pude desviarme hacia Valledupar para empaparme durante tres escasas horas. Me paré frente a la tarima Francisco el hombre, solo, sin nadie que me conociera y me brindara un traguito de Old Parr. Ese efímero instante lo guardo en mi mente y espero algún día poder estar lcuatro días viendo las competencias y vivir una parranda en alguna de esas casas de fachada blanca, de solares amplios y bajo la sombra de un ‘palo e mango’.

Por ahora, me toca quedarme en Bogotá porque asistir a una fiesta de esas requiere planear con tiempo (sobre todo por el tema económico) para que la estadía y pasajes aéreos salgan un poco más baratos.

A los que no tienen ese problema y les gusta ese tipo de música los invito para que vayan. Es algo que todo colombiano debería vivir, al igual que un Carnaval de Barranquilla o una feria de Cali. Yo espero hacerlo antes de morirme, tengo esa cita pendiente. Pero mientras tanto y como dice el maestro Silvio Brito en su canción ‘Ausencia sentimental’, tema que se ha vuelto himno del festival vallenato: “…que aquí estoy pero mi alma está allá».