En pasados días generó gran polémica la posibilidad de que el Concejo de Bogotá ratificara o rechazara un proyecto que ordenaba privilegiar el uso de las sillas rojas para las mujeres en los articulados del sistema TransMilenio. La obligación de poner en práctica la medida, en caso de ser aprobada, sería de la propia empresa de transporte masivo y de las secretarías de Movilidad y de La Mujer. Fue una iniciativa del llamado «concejal de la familia» Marco Fidel Ramírez.

Al hacer un sondeo en redes sociales me encontré con un rechazo mayoritario por parte de los bogotanos respecto al tema. Pero lo que más me sorprendió es que fueron las mismas mujeres las más vehementes en pronunciarse en contra por considerarla ridícula y discriminatoria. Recibí respuestas beligerantes como «no gracias, nosotras podemos irnos de pie al lado de ustedes» o «que no nos traten como unas discapacitadas en pleno siglo veintiuno». Resulté regañado por considerar que la iniciativa, en parte era positiva, porque retomaría buenas maneras por parte de los integrantes del género masculino.


La caballerosidad se refiere al comportamiento propio del hombre que obra con cortesía, nobleza y distinción; pero parece que en estos tiempos modernos eso está pasado de moda o «mandado a recoger». Es por eso que ahora es muy común ver, en el propio sistema Transmilenio, a hombres que se hacen los dormidos para no ceder la silla o a personas de la tercera edad que prefieren que sean sus pequeños nietos los que se sienten cometiendo un gran error, ya que están maleducando los futuros patanes descorteses y perezosos del mañana.

Si bien estoy de acuerdo que no debería ser por una norma que obligue al hombre a hacerlo, no puede ser mal visto que las que siempre vayan sentadas en el transporte público sean las mujeres.

Nunca por un tema de discriminación, nunca por considerarse un sexo débil, nunca por incapacidad, sino más bien por un simple acto de cortesía y amabilidad. Pero parece que el feminismo se ha convertido en un enemigo acérrimo de la caballerosidad y la está condenando a su extinción. En mi caso, mi pareja se sentía rara al abrirle la puerta del carro, correrle la silla en el restaurante para que se sentara primero y sacrificar el paraguas para que sea ella la que no se moje. Actualmente dejó esas prevenciones bobas y disfruta de mis actuaciones amables, que entre otras no deben demostrarse solamente con la pareja, sino también con la familia, con los vecinos, con los amigos; con una persona mayor, con los clientes, con el jefe o los compañeros de trabajo. Puedo tener muchos defectos, pero uno de ellos no es la falta de caballerosidad.