Los colombianos tenemos fama de buenos anfitriones; pero casi siempre creemos que en la medida en que ofrezcamos mucha comida y trago estamos atendiendo bien a los extranjeros. Esta es la historia de unos mexicanos que llegaron a mis manos a través de redes sociales y que venían a ver a su equipo, el Atlas de Guadalajara, que jugaba contra mi equipo el Independiente Santa Fe de Bogotá.

Era la media noche de un día cualquiera de abril, esperaba un vuelo de Interjet donde venían muchos hinchas del equipo manito del cual sabía muy poco hasta ese momento. Estaba parqueado frente a las llegadas internacionales y hacía bastante frío; tenía un cartel en mis manos con los nombres de los pasajeros que debería transportar y llevar a un apartahotel en el norte de la ciudad. Pasaron aproximadamente 30 minutos mientras recogían su equipaje cuando finalmente salieron por la puerta como buscando una señal de mi existencia. Al hacer el primer contacto les dije:

– Bienvenidos a mi querida y sufrida Bogotá, tierra de todos y de nadie al mismo tiempo

– Hola Hugo, que frío tan padre el que está haciendo ¿siempre es así?

– Normalmente sí, esta es la Londres suramericana, no conozco la capital de Inglaterra pero eso me dicen los que han ido. La gente de la costa colombiana la apoda como «la nevera», pero no se preocupen que eso lo suplimos los bogotanos con el calor humano que damos a nuestros visitantes. Pensé para mis adentros… toca, porque con esta ciudad que es un caos hay que esmerarse en mostrar lo bueno de la ciudad, que afortunadamente es mucho todavía.

Como tuve que ubicarme en el parqueadero más lejano Miriam y sus amigos sintieron con más rigor el frío que hace a esa hora en el aeropuerto ubicado al occidente de mi ciudad. El taxi era pequeño pero como pude acomodé 5 maletas y cuatro pasajeros que venían cansados de un viaje de más de 4 horas desde el D.F.

Después de un recorrido de media hora llegamos al hotel, recibí en dólares mi pago y quedé de volver al siguiente día para hacer un tour por el centro de la ciudad que incluía el Cerro de Monserrate, Museo del oro, Museo de Botero, Museo de la esmeralda, Museo de la independencia y la infaltable cita a degustar el mejor ajiaco de Bogotá en un antiguo restaurante llamado «la puerta falsa» que queda al lado de la casa del florero, famosa porque en ese sitio fue en donde nuestros antepasados los criollos se le embejucaron por primera vez a los españoles, mejor llamados «chapetones».
Al siguiente día era la cita infaltable con el partido de Copa Libertadores al que yo también asistiría pero en una tribuna diferente, entre otras cosas porque prefería estar con los aficionados de mi equipo para alentar al que al finalizar el partido sería el rotundo ganador del encuentro. Ese resultado puso a mis amigos mexicanos muy tristes por lo que tenía que tratar que su paso por Colombia fuera más ameno, agradable e inolvidable.
Y aunque tenía claro el mapa turístico de mi ciudad no podía desentonar como buen colombiano en dar afecto por medio de la comida. Me dije a mí mismo:

– Si estos cuates están acostumbrados a meter tacos picantes y bajarlos con tequila, ¿qué daño les va a hacer una inocente bandeja paisa con jugo de guanabana?

– ¿Qué daño les puede hacer una picada de morcilla, bofe, hígado, jeta y todos los derivados del cerdo con un refajo o un aguardiente con limón para cortar la grasa?

-¿Qué pesado les puede caer unas marranitas de entrada (bola de plátano que lleva en su interior chicharroncitos fritos), una chuleta valluna y un champús (bebida de maíz peto con lulo) al final de la faena gastronómica?

– ¿Qué tan grave puede llegar a ser un cabrito al horno con pepitoria (arroz con sangre e intestinos del cabrito) acompañada de arepa santandereana?

Afortunadamente para ellos no conseguí Cuy (un roedor gigante que se acompaña de ají de maní, papa y yuca) en Bogotá, un plato autóctono de la región nariñense al sur de mi país; lo que les di fue suficiente para que el exceso de comida les pasara factura y no pudieran salir del hotel durante un día entero por temor a estar lejos de un sanitario. Eso sin contar el petaco de cerveza que se tomaron mientras les enseñaba a jugar tejo, las dos botellas de aguardiente en La Calera, el canelazo en Monserrate y la chicha que probaron en la plaza de La Perseverancia que creo que finalmente fue lo que desató el malestar estomacal. Debo decir a mi favor que yo les advertí que era una bebida fermentada de maíz y no les pareció grave pues ellos son descendientes de los mayas que todo lo preparaban a base de ese ingrediente. Ni hablar de postres como cuajada con melao, fresas con crema, merengón, borracho e islas flotantes. De todo eso probaron sin oponer resistencia.

En todo caso mis ilustres visitantes mexicanos quedaron encantados de conocer maravillas como la Catedral de sal de Zipaquirá, recorrieron el mercado de las pulgas con el lomotil y la botella de agua en la mano por si las moscas, visitaron Maloka, el barrio La Candelaria, se tomaron fotos en el Chorro de Quevedo, estuvieron en el mirador en la Calera en donde les conté que en el pasado las parejas de novios para ahorrarse lo del motel empañaban los vidrios del carro mientras se fundían en efímeras faenas sexuales y estuvieron en el último piso de la torre Colpatria donde se parecía la inmensidad de mi ciudad.

De camino al aeropuerto cuando ya se disponían a tomar el vuelo de regreso a su país me agradecieron la hospitalidad y muy amablemente me dijeron que las puertas de sus casas estarían abiertas por si quería conocer ese maravilloso país.

Allá jugarás de visitante y te embutiremos torta ahogada, todo el tequila que te imagines, tacos, las tortas de jamón que comía el chavo para que las bajes con aguas frescas de jamaica, limón y tamarindo. Pero que nos desquitamos eso no lo dudes, ¡te lo prometemos escuincle! exclamaron en medio de las carcajadas.

Foto: Alegrías Hostel