En la Palmira señorial del año 1976 mi padre nos inculcó que cortarse el cabello en los hombres debía hacerse sagradamente una vez al mes. En esa época quien les escribe tenía tan solo dos años, andaba de pantalón corto, tirantas y en lo único que tal vez pensaba según me cuentan mis hermanos, era en jugar con canicas, carros de madera y barriletes de papel. Pero mi progenitor utilizaba una técnica infalible con mi hermano mayor y conmigo para que nos pareciera atractivo el plan de ir a «motilarse». Y era que en la antigua barbería del pueblo, el dueño tenía a su disposición sobre una mesa, cuentos de Kalimán, Memín, Águila Solitaria y los que a mí más me gustaban… ¡los libros de oro de Condorito!
Así, por medio de la lectura, comenzó una costumbre que he seguido fielmente hasta el día de hoy; siempre ir a cortarme el pelo en barbería, nunca en un salón de belleza. Y aunque hasta hace unos años atrás escaseaban este tipo de establecimientos porque ya casi no se dedicaban a este arte transmitido de generación en generación y las entidades de salud le estaban poniendo muchas trabas por el tema de los requisitos de higiene, hay ahora un «boom» y una moda que ha hecho que las barberías renazcan y se estén posicionando de nuevo con más fuerza.
Yo en la mayoría de ocasiones sigo asistiendo y tratando de serle fiel al señor que me peluquea desde los 16 años, el cual atiende su negocio en el barrio Tabora de Bogotá. Pero cuando no tengo tiempo y debo hacerme mi corte con rapidez, ahora tengo una otra opción; la de una nueva generación de barberos, de esos que peluquean muchachos jóvenes, hipsters, reguetoneros, que se hacen figuras raras en la cabeza, pero que también aprendieron a hacer el «argentino oscuro», «la schuler» y en general cortes militares o antiguos.
Muchos de estos nuevos barberos proceden del pacífico colombiano y empíricamente han ido puliendo una técnica extraña pero efectiva. Ellos no usan ya la barbera, pero con una práctica envidiable, directamente con cuchilla en mano pulen el arco de las orejas, desvanecen la nuca y los pelos del cuello (nunca me han cortado).
Ya poco se utiliza la piedra de alumbre, la loción de tabaco, la correa de cuero en donde afilaban la barbera y el alcohol como antiséptico que rociaban al finalizar el corte. Ahora usan una loción refrescante de cannabis, pero si conservan la costumbre del talco y la brocha para espolvorear. Gracias a estos nuevos barberos se volvió común ver de nuevo el símbolo por excelencia de estos locales, les hablo de la barra con franjas azules y rojas que muchas veces giran o en otras ocasiones actualmente iluminan luces de neón.
Yo seguiré asistiendo mayoritariamente donde mi amigo César en el occidente de Bogotá, pero agradezco a esta nueva moda afro y de lumbersexuales, porque gracias a ellos el arte del barbero retomó una nueva vida en Bogotá y en general en todo el país.