«En esta casa somos católicos y no vamos a cambiar de religión, por favor no insista, gracias». Esa era la consigna que muchos de los padres de familia en el pasado ponían en un sticker en las puertas de las viviendas para tratar de evitar que los insistentes testigos de Jehová les adoctrinaran con la famosa revista «Atalaya», que muchos terminaban por aceptar más por decencia que por otra cosa. Y ese era el mensaje que quería destacar para empezar este escrito; no me pienso voltear a otras huestes religiosas, no está en duda mi fe religiosa, ni mucho menos me voy a volver ateo por criticar respetuosamente el llamado «evento del año en Colombia».
Cuando Juan Pablo II visitó el país yo tenía 12 años, recién había hecho la primera comunión y en mi hogar se sentía gran alborozo por semejante acontecimiento. Todos seguimos de cerca al carismático sacerdote polaco Karol Wojtyla (elegido Papa en octubre de 1978), asistimos a la misa campal en el templete del Parque Simón Bolívar, compramos el «Papavisor» (un invento criollo que no era otra cosa que un periscopio hecho de cartón y un par de espejos que permitían ver más cerca al sumo pontífice) y en hombros de mi padre aguanté sol hasta que terminó la liturgia. Posteriormente por el antiguo televisor blanco y negro de patas doradas nos enteramos de las otras ciudades colombianas que visitó el santo padre, entre ellas la desaparecida Armero, declarada campo santo y de la que es originario el hombre del que heredé el apellido.
Ahora con 43 años cumplidos, la alegría e ilusión de que nos visite un nuevo Papa se ha desvanecido en el tiempo. Tal vez por tener un criterio propio, tal vez por desconfiar mucho en el presente de los representantes de Dios en la tierra por sus escándalos de pedofilia y corrupción, quizás por algunas posiciones políticas del argentino Jorge Bergoglio, o de pronto sea porque no estoy de acuerdo con recaudos de dinero por parte de la iglesia católica escudándose en la visita de Francisco y que debe tener una partida asignada que nos saldrá muy cara. Son muchos los argumentos, pero no quiero herir susceptibilidades y pongo de presente mi respeto por la mayoría de católicos que sí deben estar muy ilusionados con la visita del «rockstar religioso» a Colombia.
No estoy de acuerdo con los seguidores de otras corrientes religiosas que critican este acontecimiento aduciendo que en la Constitución se habla de un estado laico, desconociendo una realidad, y es que este país sigue siendo mayoritariamente católico.
En resumidas cuentas para mí la visita del Papa Francisco es más un acto político que religioso, que será bien aprovechado por el actual presidente, pero que poco o nada le dejará a nuestro país. Entiendo y me parece válido el gran despliegue de los medios de comunicación por el tamaño de la noticia y no voy a estigmatizar a mis compañeros de religión porque gasten esfuerzo y dinero para poder verlo; están en todo su derecho. Mientras tanto yo seguiré sin confesarme, sin recibir comunión y sin asistir cada ocho días a misa. Lo mío es más deambular una tarde por el centro de Bogotá, encontrar una iglesia abierta, entrar y sentarme 10 o 15 minutos en una banca a hablar «con el de arriba» directamente y sin intermediarios.
P.D: Solo me ilusionaría la visita de Francisco si en una de estas aprovecha para anularme el matrimonio católico de hace unos años jajajajajajaja. «Deje de blasfemar y hacerle morcillas al diablo», diría mi abuela que en paz descanse… ¡que Dios me perdone!