Tengo que empezar por decir que me niego a escribir la sigla farc con mayúscula porque sería darles demasiado reconocimiento e importancia. Aclarado eso, paso a contarles que hace más o menos un mes me encontraba en un establecimiento en el sector del Park Way en una cita de trabajo. Estábamos departiendo e intercambiando información importante cuando de pronto irrumpió en el sitio un tipo regordete, con gafas, saco de cuello de tortuga, blazer y una gorra de paño y lana. Cuando identifiqué de quién se trataba miré a mi alrededor pero nadie se inmutó, tal vez porque de primera impresión no lo reconocieron. Yo sí de inmediato me di cuenta de que se trataba del guerrillero alias Andrés París, quien muy orondo llegó al lugar con par orangutanes que hacían parte de su esquema de seguridad. Al frente del local parquearon una camioneta blindada 4×4 y uno de sus escoltas se ubicó cerca de la entrada mientras el otro se quedó en el vehículo.
Inmediatamente mi reacción fue decirle a la persona que me acompañaba que yo no iba a compartir el mismo espacio con un integrante de la organización terrorista que en el pasado secuestró a mi padre y que me disculpara pero que la reunión de trabajo se cancelaba o que buscáramos otro lugar para continuarla. Apresuradamente pagué la cuenta, recogimos lo que teníamos en la mesa y salimos del lugar no sin antes decirle a la gente que iba entrando que mejor buscaran otro lugar para tomar café porque de lo contrario se llevarían una desagradable sorpresa. Pensé en increpar al personaje en cuestión pero me pareció imprudente porque «el que es nunca deja de ser» y no quería causarle inconvenientes de seguridad a mi acompañante; era peligroso y arriesgado abordar a un tipo que toda la vida ha matado, secuestrado y extorsionado.
Estos exintegrantes del secretariado pretenden ser aceptados socialmente sin pagar un solo día de cárcel por sus crímenes, se pavonean por universidades con la complacencia de algunos docentes y directivos, toman aviones en primera clase, se ofenden y ponen tutelas porque se les llama como lo que son; unos asesinos al que el gobierno actual les ha organizado el sainete para que se burlen de las miles de víctimas que han dejado. Lo que nos corresponde a los que no comulgamos con semejante despropósito y no andamos tratándolos como rock stars ni pidiéndoles fotos, es rechazar de tajo que se quieran instaurar en la sociedad colombiana a la que tanto le hicieron daño.
Me niego a aceptarlos mientras no exista una verdadera justicia que les haga pagar en algo todas las atrocidades que cometieron; el castigo moral es entonces la herramienta para que no se sientan tan cómodos y pretendan que a la brava nos toca admitir una paz mal negociada y unos acuerdos a los que 6’438.552 colombianos dijimos NO en las urnas.