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El auto campero se detiene en El Mamey, El Machete o Machetepelao, el nombre que los lugareños le han dado al pueblo para indicar de qué manera se saldan aquí las cuentas. El viaje desde la Aguacatera fue un poco azaroso. La carretera sin asfaltar nos obligaba a balancearnos de un lado a otro mientras entablábamos conversación entre nosotros al son de la música variada que ponía el conductor.
Salimos en la mañana desde Santa Marta. Me acompañan un francés, dos chilenos, un estadounidense, un español, cuatro belgas y un bogotano. Somos once en total quienes pasaremos los siguientes cuatro días subiendo la Sierra Nevada de Santa Marta para conocer las ruinas de Teyuna, la Ciudad Perdida. Restos de una ciudad antigua construida hace siglos en la montaña, a mil doscientos metros sobre el nivel del mar y en medio de una selva virgen y exuberante.
En El Machete conocimos a Eliseo y Francisco, nuestros dos guías. Ambos usan botas de goma y visten un pantalón y una camisa hecha de un tejido de algodón blanco típico de su etnia.
El recorrido lo haremos con la empresa Wiwa Tour, una agencia creada y operada por los mismos indígenas de la zona.
Eliseo se ajusta la mochila y la tercia sobre su pecho, nos hace una señal con su mano derecha para que lo sigamos y comienza a caminar. Después de unos minutos hacemos una corta parada y con un mapa nos señala el recorrido que haremos durante varios días para llegar a Teyuna.
Empezamos a caminar mientras pasan a nuestro lado varias mulas cargadas de bultos con comida. Bajo sus cascos vuela el polvo. El sonido de algunas motos se hace cada vez más fuerte obligándonos a detenernos y apartarnos un poco del camino. A su paso van dejando finas nubes de arena.
Al ascender, el sendero se torna cada vez más difícil. Hago pausas para disfrutar del paisaje. Seguimos subiendo y arriba, en lo más empinado del sendero, nos esperan Francisco y Eliseo con agua y frutas como recompensa por la mitad del primer tramo realizado. Cuando el sudor ya corre a chorros, una patilla o una torreja de piña son como un poco de agua encontrada en medio del desierto.
Eliceo nota que la lluvia estaba por arreciar. Si él dice que es así, hay que creerle. Él, al igual que el resto de indígenas que habitan la zona, conoce la montaña mejor que nadie. Nos sugiere poner bolsas plásticas sobre nuestras pertenencias para protegerlas del agua. Él mismo saca de su mochila, como una caja de pandora, bolsas plásticas negras y nos ayuda a cubrir uno por uno los morrales.
Seguimos caminando y minutos después pequeñas gotas de agua empiezan a caer. No mojan, al menos no lo suficiente para perturbar nuestro paso. Las gotas permanecen estáticas en las hojas cual perlas brillantes.
A los pocos instantes dejan de caer y una nube le da paso al sol para seguir guiando nuestro camino.
Acostumbrado a captar cada sonido, Francisco nos pide que hagamos silencio y con su dedo índice señala hacia los árboles. “Escuchen. Es el sonido de un tucán”. No dejo de sentir asombro. En donde yo veo árboles y matorrales, ellos ven plantas medicinales y alimento. Donde nosotros vemos un poporo y un palito, una mochila o una casa, ellos ven un símbolo de amparo, protección, lecciones y soluciones a todo tipo de asuntos de vida. Cuando escuchábamos sonidos de animales y pájaros cantando, ellos sabían exactamente de qué especie se trataba y nos describían el tamaño y el color. No estudiaron para darnos esta información, simplemente nacieron aquí, la fueron adquiriendo a medida que crecían… y ahora tenemos suerte de que nos la transmitan.
Esa noche llegamos al primer campamento. Una hilera de camas cada una con un mosquitero, nos espera para descansar y retomar energías.
Antes del alba, Sandra, nuestra cocinera, comienza a preparar el desayuno. Atiza la brasa con leños, pone un caldero con agua sobre el fogón y en ese momento ya está al tanto de nuestros gustos alimenticios. Partimos temprano, cuando el sol aún no termina de recobrar vida.
Cruzamos pequeños riachuelos, andamos senderos elevados y descensos empinados, comemos piña y naranja, y seguimos. A partir de este punto ninguna moto puede acceder. Somos sólo la naturaleza y nosotros.
El sendero se hace más difícil. Vamos por todo el filo de la montaña, a la derecha e izquierda mi vista se pierde en el abismo. Siento algo de vértigo al ver las espesas copas de los árboles y arbustos allá abajo.
Les hacemos preguntas a Eliseo y Francisco sobre la naturaleza, la montaña, sus creencias, sus tradiciones, la curiosidad nos gana y no hay nada que ellos no puedan responder. Los extranjeros sienten mucha curiosidad por el calabazo que lleva cada uno en la mano.
“Poporo”, nos dicen.
Una calabaza en la que llevan cal para masticar junto con hojas de coca. Mientras la mastican, van frotando con el palito humedeciendo el anillo superior del poporo. Me atreví a preguntarles por qué lo frotaban. Fue casi imposible que me lo explicaran. Era intentar reducir la significación de una costumbre milenaria en pocas palabras.
Francisco y Eliseo poseen uno y ambos lo cargan como un tesoro preciado. El primero es Wiwa, el segundo es Kogui, ambas etnias al igual que los Arhuacos y los Kankuamos, son descendientes directos de los Tayronas, y Teyuna o la Ciudad Perdida, es un territorio sagrado para ellos al igual que el Parque Tayrona y toda la Sierra Nevada de Santa Marta. Estas etnias son las cuatro bases que sostienen la montaña, son quienes hacen los respectivos rituales para limpiarla.
Esa noche, nos reunieron alrededor del fuego y nos explicaron cómo utilizan la planta de coca para efectos medicinales, nos mostraron cómo la calientan y nos dieron a probar té de coca.
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Al tercer día los primeros rayos del sol se filtran a través del verde de las plantas. Luego de caminar tres días por fango, subidas empinadas, descensos difíciles y cruzar ríos y riachuelos, el entusiasmo de ver las antiguas gradas indígenas borra el agotamiento.
Son más de mil escalones crecidos de musgo y de tamaño desigual, después de varios minutos subiéndolos, el cansancio se apodera irremediablemente de mis piernas. Cada paso se hace más difícil pero sigo avanzando sabiendo que arriba está la recompensa.
Hasta que por fin, alcanzamos la primera terraza. Un empedrado plano empata a varios metros con una escalera más ancha. A medida que caminamos Eliceo nos enseña un ritual para pedirle permiso a la naturaleza e ingresar, nos canta canciones típicas de su cultura y nos habla de sus costumbres.
El origen del hombre, los puntos cardinales, las piedras, los animales, las montañas, todos son parte de las historias que se transmiten de generación en generación. Para mí, y para el que así lo quiera, no son solo historias, sino lecciones de vida.
Muros de piedra forman la base para planicies llamadas terrazas que en su tiempo soportaban las casas de los Tayronas. Vivían en ciudades constituidas de terrazas, casas de madera, adobe y techo de paja. Las casas han desaparecido con el trascurrir de los siglos, pero aún podemos observar las terrazas y sus acueductos y caminos. La arquitectura del paisaje es una prueba del avanzado nivel de desarrollo que tenían.
Luego de caminar tres días por la exuberante selva y el silencio absoluto, nuevamente me siento maravillada por la belleza de Colombia, por sus colores, por sus costumbres ancestrales. Nunca había estado por estos parajes pero me sentí a gusto de inmediato, como si hubiera estado buscando un lugar de estos en mis viajes anteriores, como si no hubiera entendido aún que para conocer la historia, para saber de dónde venimos y entender mejor muchos ciclos de la vida, debía saber más de nuestros antepasados.
Por eso, inmediatamente me sentí seducida por Wiwa Tour y la forma de sus guías en “saber” las cosas y transmitirlas en un lenguaje que incluso los extranjeros, pudieran entender.