¿Segunda instancia a la corrupción?
Que Colombia sea un país de leguleyos y no un país de leyes es el peor futuro para las nuevas generaciones colombianas.
Los leguleyos se caracterizan por su estirada interpretación y especulación de la ley. Si la impunidad persiste en Colombia es por la fertilización de los leguleyos.
Los legisladores del Congreso escriben leyes ambiguas que permiten la perennidad de las interpretaciones leguleyas. Este corrupto hábito debe llegar a su fin.
Las leyes colombianas deben ser claras para que su aplicación sea transparente y sin ningún riesgo de que se presten a juegos jurídicos y terminen siendo embalsamadas en un papel, pero vívidamente inservibles.
Se necesitan leyes que sirvan al avance y regulación de la sociedad colombiana, no que consientan su corrupción y atraso.
La corrupción, por mínima que sea, es una cadena venenosa para todo el conjunto de la sociedad. La corrupción corrompe la sociedad.
Por eso la tolerancia de la corrupción debe ser CERO (0).
La única justificación de la segunda instancia sería para las personas pobres, quienes por necesidad y baja educación han tenido que cometer crímenes para sobrevivir y sostener sus familias, pero nunca para profesionales que han tenido explícita educación sobre la ética de su profesión y menos para los que tengan cargos públicos, cuya obligación es servir a los colombianos no a sí mismos ni a sus amistades.
Ninguna instancia puede ser comparable al necesario y obligatorio perdón por la paz de los alzados en armas.
La insurrección y su inherente financiamiento con robo, drogas y secuestro, como sus bombardeos con muerte de civiles, son parte de conflictos nacionales por el poder y la dirección de un país. La mayoría de guerras civiles, militares y de insurgencia han terminado en constituciones y tratados que avanzan el repudio por la violencia y sientan principios civilizados y democráticos para la paz.
La corrupción no es ninguna lucha, no tiene ningún principio, no le sirve a nadie, porque únicamente enaltece la cumbre del egoísmo, del beneficio personal contra las reglas de bien, honestidad y justicia que deben regir la fibra de la sociedad.
Mientras que, en la insurgencia, guerrilla o terrorismo, sus miembros dan la vida por algo que consideran ser aún más valioso, en la corrupción reina la cobardía, la avivatería y el oportunismo, en el que son los demás, quienes con sus familias y vida sufren las consecuencias al unísono de toda la sociedad.
La insurgencia, guerrilla o terroristas son una peligrosa minoría aislada que la sociedad puede identificar y defenderse de ella, la corrupción es un titánico parásito devorador que vive a todo lo largo y ancho del cuerpo social, desde antes de la guerrilla y después de ella. Conduce a un estado social de coma, que mantiene moribundos el progreso, la paz y la justicia.
La corrupción se burla de la ley, haciendo al país débil en su estructura, evade impuestos que limitan las políticas y beneficios sociales, desmorona la moral, la ética y la honestidad de las personas y de esta manera se reproduce ilimitadamente, vuelve juguete la policía y la seguridad nacional, estimula la falsificación, la mentira y la calumnia, apoya y sostiene a los mediocres que les sirve a su egoísmo, denigrando las instituciones y la sociedad en general, auspicia el crimen y crea una sociedad frustrada, resentida, burlada y por lo tanto insatisfecha, rebelde y propensa a la violencia.
Los corruptos son escurridizos, ágiles y blindados abusadores sociales que nunca merecen ninguna segunda instancia para evadir la ley.
Solo pensar en darles segunda instancia a los corruptos es abominable y vergonzoso para Colombia.
Si los colombianos quieren acabar con la corrupción, deben declararle cero tolerancia y nunca darle la más mínima opción para revivir y reproducirse.
Campañas nacionales sobre la importancia y el valor de la honestidad y el buen actuar están a la orden del día.
José María Rodríguez González