Después de esto le recomendamos que SUBRAYE… MARQUE o tome debida ATENCIÓN de lo que queremos COMPARTIR…

¿Para qué educar en las universidades?[1]

En los últimos años hemos venido viviendo una revolución silenciosa en el mundo de la educación superior: hemos pasado de instituciones centradas en la docencia y en la formación de los estudiantes, con un gran cuidado por sus propias tradiciones y con un gran respeto por la figura de los maestros, a instituciones en las que la investigación y la innovación tienen un lugar preponderante, con la mirada puesta en la internacionalización, que compiten fuertemente entre sí, donde se busca medir y comparar el trabajo de las instituciones y el de sus profesores.

Estos cambios le piden a las universidades que den cuenta con responsabilidad de los recursos que las sociedades invierten en ellas, y eso es positivo, pero también pueden terminar transformando las venerables “congregaciones de profesores y estudiantes reunidos en torno al saber” en otra cosa y a abandonar la idea de la Universidad como un proyecto de formación superior para darle paso a “empresas del conocimiento”.

Si miramos un poco la historia, en la historia de la Universidad colombiana, un primer impulso se dio en torno a la idea de que a través de la Universidad podíamos avanzar en el proceso de modernización e industrialización del país. Esta idea movilizó con fuerza el proyecto universitario durante la primera mitad del siglo XX, buscando así abrir el país al mundo de la ciencia, la tecnología y la industria.

En los años ’60 y ’70 las universidades fueron el foco de la protesta social y algunas de ellas fueron consideradas “canteras de revolucionarios”. Ello provocó una distancia y desconfianza de algunos sectores de la sociedad de la universidad pública y una marcada distinción con las universidades privadas que trataban de resistir al ímpetu del llamado “movimiento estudiantil”.

Este paradigma cambió radicalmente a partir de los años ’80 y ’90, bajo los paradigmas de la calidad, la internacionalización y el influjo neoliberal, asistimos al nacimiento de un modelo de universidades de investigación, inspiradas en el modelo norteamericano que se ha considerado el que se ha adaptado más exitosamente a la llamada “sociedad del conocimiento”.

En este modelo prima la llamada “producción intelectual”, centrada en la posibilidad que tienen los profesores de publicar en revistas internacionales, con procesos de medición muy precisos que permiten compararse en rankings universitarios que son difundidos ampliamente. Este modelo está marcado por la idea de que es a partir del conocimiento, “investigación e innovación” que se llega al desarrollo económico; lo que equivale en pocas palabras a poner las universidades al servicio del crecimiento económico y del enriquecimiento.

 

Este proyecto plantea preguntas muy serias, como qué debe ser la Universidad, a servicio de qué objetivos debe estar y, sobre todo, cuál es el modelo de formación que está proponiendo a sus alumnos y para qué. Si bien hay que tener cuidado por la formación técnica y porque el conocimiento sea útil, ello no agota el proyecto de formación de personas y ciudadanos. La educación debe cultivar la humanidad, buscar la construcción de sociedades más justas y abrir el espíritu a la dimensión trascendente y a las preguntas hondas de la existencia.

No podemos negar que la universidad debe responder al contexto real en el que se desempeña, pero no puede claudicar ante aquello que considera su proyecto de sociedad y que no siempre va en la lógica de la dinámica individualista y mercantilista del mundo capitalista neoliberal. Reducir las universidades a ser productoras de conocimiento e innovación deja en el olvido que desde la educación se construyen las sociedades y que la universidad tiene la tarea de cultivar la humanidad y de formar personas para la sociedad.

En un país como el nuestro, que busca entrar en una dinámica de reconciliación y postconflicto, no podemos olvidar que el propósito de la educación es la formación de personas y de ciudadanos, no solo capaces de producir sino con un compromiso ético y responsable con la sociedad en la que viven.

Esto implica volver sobre el papel que tiene la formación humanística, el arte y la literatura, la importancia de que en la Universidad se den espacios donde pueda confluir la pluralidad de la sociedad, para discutir y ampliar los horizontes sociales y culturales, que le demos un lugar a la cultura y, sobre todo, a las personas. Estoy convencido que si formamos grandes personas podemos hacer grandes cosas, pero si solo pensamos en hacer grandes cosas y nos olvidamos de las personas seguiremos en esta carrera loca que no nos permite superar nuestros conflictos y destruye nuestro mundo.

Aunque cualquier enumeración es peligrosa, quiero atreverme a enunciar algunas competencias que me parecen esenciales en la formación de personas y ciudadanos en el mundo actual:

Ciudadanos del mundo.

El mundo que habitamos está cada vez más interconectado y nos pide interactuar con personas de otros lugares y culturas. Además de la necesidad de aprender lenguas extranjeras, es importante que la educación nos permita ampliar nuestros horizontes y tener un conocimiento del mundo en su diversidad, una visión amplia de la historia y de la diversidad de culturas que compartimos.

Ello debería permitirnos saber que tenemos un punto de vista, pero que hay otros modos de ver las cosas, abrirnos a otros modos de ser y de comunicarnos, superar los miedos y las inseguridades para cooperar con aquellos que son diferentes de nosotros.

Mentes capaces de aprender con profundidad y sentido crítico.

En el mundo de hoy el conocimiento especializado es importante pero se vuelve obsoleto muy rápidamente. Por eso necesitamos personas con bases sólidas pero, sobre todo, con capacidad de aprender, de mirar los problemas desde distintas perspectivas y de participar en equipos de trabajo.

En las mentes de nuestros estudiantes es preciso, además, cultivar la profundidad ante la amenaza de una superficialidad que nos lleve a una percepción limitada y poco fundada de la realidad que nos haga casi imposible sentir compasión por el sufrimiento de los demás y comprometer la propia vida en algo que valga la pena.

Imaginación.

Necesitamos personas creativas, capaces de utilizar su imaginación para buscar soluciones nuevas a problemas nuevos. Pero, además, en un mundo plural la imaginación es muy necesaria pues nos permite abrirnos con curiosidad a las vidas de otros y entender sus sentimientos y deseos. Esta capacidad imaginativa es la que permite “ponerse en los zapatos de otros”, comunicarse con profundidad y entender sus vidas con inteligencia. Si queremos buscar una sociedad más incluyente, necesitamos personas más capaces de que “los otros” entren en sus vidas y en sus preocupaciones.

[1] Para estas reflexiones me inspiro en el Maestro Guillermo Hoyos, en particular su texto: Hoyos, Guillermo, El ethos de la Universidad, Medellín, Universidad Eafit, 2013; y en la profesora Martha Nussbaum quien ha reflexionado mucho sobre este asunto, en particular su interesante libro Nussbaum, Martha, Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades. Trad. María Victoria Rodil, Bogotá, Katz editores, 2011.

 

 

 

Recapacite y síganos aquí o en…

www.docsocialiglesia.com

Twitter @docsocialiglesi

Facebook docsocialiglesia

LOS DIALOGANTES DE HOY

Padre LUIS FERNANDO MUNERA