Foto tomada de: César Melgarejo – EL TIEMPO

La indignación social, la sensación de inseguridad, el punitivismo, la cuestión del ajusticiamiento por mano propia y las otras formas de vigilantismo tienen algo en común; son efectos indirectos e indeseados de la sociedad sobre la respuesta institucional al fenómeno del crimen. En esta misma vía, factores como la pobreza, el delito y la deshumanización del delincuente empiezan a convertirse en un problema de doble vía. Esto nos lleva a establecer una necesaria distinción al momento de explicar estos fenómenos sin confundir los factores causales con los factores detonantes.

Algunas de las respuestas de la ciudadanía frente a la criminalidad no se agotan únicamente a través de los canales oficiales de denuncia, esa relación ciudadano-denuncia es algo bastante complejo que aún no se ha podido resolver mediante el acceso a los servicios de justicia ni el esclarecimiento de los diferentes delitos que más aquejan a los ciudadanos. Precisamente, buena parte de esa fragmentada relación contribuye a alimentar cotidianamente el subregistro de indicadores delictivos.

Una muestra de esta incapacidad logística de respuesta temprana por parte de las autoridades y la oportunidad del juzgamiento y el castigo aparece bajo el ropaje del linchamiento. Si bien hacer un monitoreo estricto a los linchamientos resulta algo complejo, pues “la policía rara vez hace un registro sistemático de estos hechos” (Claudett, 2000), estos se hacen públicos y se viralizan por redes sociales evidenciando la mayoría de las veces una vasta aprobación del castigo contra el delincuente. Los argumentos que justifican este tipo de acciones oscilan entre argumentos morales hasta justificaciones sociales como formas de violencia urbana que se convierten en legítimas de acuerdo con la reciprocidad de la actividad criminal y la oportunidad de practicar el ajusticiamiento.

“Por aquí no queremos ladrones”, “vuelva y le va peor”, “muerte a los ladrones”…

De manera que los linchamientos no siempre terminan de la mejor manera, es decir, se les va la mano como comúnmente se conoce y termina la víctima o los partícipes de los linchamientos procesados penalmente por lesiones personales. Por lo tanto, el castigo se convierte en un fin en sí mismo, una suerte de venganza institucionalizada. Es problemático entonces lograr una ponderación en el calor del momento sobre el daño infringido y su proporcionalidad. Además del mensaje simbólico que lleva consigo el linchamiento y es que dicha comunidad no acepta ni tolera la delincuencia.

Algo que tampoco se tiene en cuenta a la hora de linchar a un presunto delincuente es si efectivamente es el victimario, han ocurrido casos donde se golpea y se mancha la honra de personas a través de redes sociales y resulta ser que no son ellos. Un ejemplo paradigmático de esta situación fue lo ocurrido en 2018 en un pequeño pueblo de México. Se rumoraba sobre unos presuntos secuestradores de menores, información que se hizo viral a través de WhatsApp. Se determinó posteriormente que los rumores eran falsos y la comunidad ya había quemado vivos a dos hombres antes de que alguien pudiera comprobarlo.

De continuar los factores causales y detonantes las comunidades y sociedades seguirán respondiendo frente a la situación de inseguridad de la misma manera, un problema multidimensional que le compete a los organismos de seguridad y justicia atender y subsanar. Lo que conviene alertar es que hoy es el linchamiento, mañana podría ser privados haciendo cumplir la ley, autodefensas y hasta justicieros anónimos.

Nota al pie de página: justo cuando termino de escribir estas reflexiones en torno al vigilantismo, me aparece un video en redes sociales donde un grupo de muchachos en la ciudad de Palmira ataca con piedras y palos la casa de un presunto asesino de un perro.