Foto tomada de: EL TIEMPO

El estallido social que inició desde el 28A en Colombia y que no ha cesado en algunas ciudades bajo el denominado concepto de resistencia, nos ha llevado a discutir las funciones y tareas que cumple la fuerza pública, así como sus abusos, errores y horrores.

Es necesario mencionar esto porque parte de la doctrina, estrategia y desarrollo operacional está permeado de alguna manera de lo que he percibido como una aparente y difusa distinción entre la seguridad ciudadana y la seguridad nacional, sin dejar de lado el reciclaje de la violencia en algunos municipios y departamentos a pesar de la firma del acuerdo de paz con la antigua guerrilla de las Farc en 2016. De manera que no es lo mismo el servicio de vigilancia del cuadrante de Policía en Teorama, Norte de Santander, que el llevado a cabo en la localidad de Chapinero en la ciudad de Bogotá. En el primer escenario los uniformados tienen que atender y resolver los requerimientos en materia de convivencia y seguridad y al mismo tiempo tienen que combatir Grupos Armados Organizados (GAO) profundamente asimétricos y predatorios.

Como lo ha mencionado en distintas ocasiones el director de la Policía Nacional, el General Jorge Luis Vargas Valencia, en Colombia existe una Policía profesional que con el paso de los años ha desarrollado diferentes especialidades desde su nivel operativo que se ha encargado de conservar el orden público, la convivencia y seguridad ciudadana a lo largo y ancho del país, pero también se ha profesionalizado en medio de una coyuntura asociada al conflicto armado, por ejemplo, a través de las diferentes especialidades como lo son el grupo Jungla en la erradicación de cultivos ilícitos, hasta pasar por una dirección de protección y servicios especiales. Algunos expertos manifiestan, y coincido, que con el paso del tiempo la Policía se le ha otorgado una multiplicidad de tareas que no le competen, no le son necesarias o que en el mejor de los casos otros organismos e instituciones podrían perfectamente asumir, y así poder desconcentrar buena parte de esas funciones que no permiten un desarrollo más eficiente de lo que debería encargarse una Policía democrática. Prueba de ello es el entramado normativo que otorgó el código de Seguridad y Convivencia Ciudadana (Ley 1801 de 2016), que a mi juicio contempla lecciones aprendidas de procedimientos formales anteriores, sin embargo, en la práctica traslada una basta carga administrativa y policiva, además de una discrecionalidad a la hora de imponer medidas correctivas a los ciudadanos que se vean envueltos en presuntos procesos contravencionales.

Desde allí parte otra discusión marcada en el país y en ciertos escenarios internacionales y es la de una presunta o ya marcada militarización de la Policía con relación a sus procedimientos y a sus especialidades. Una de ellas es la compleja tarea de manejo y control de disturbios en la resolución escalonada de conflictos sociales producto de las protestas. El Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), que actualmente está en el ojo de la reforma policial, por no decir en el eje de la discordia, apelando a su desmonte o disolución, viene siendo una de las especialidades que mayor confrontación tiene con los manifestantes y la que mayor registro subyacente tiene de uso excesivo o innecesario de la fuerza. Los más fervientes opositores al Esmad y que están a favor de su desmonte hablan de un cuerpo militarizado por sus métodos y elementos empleados en el control y restablecimiento del orden público, así como su vestimenta. Con relación a lo que sucede en el país no veo a este cuerpo fuera del mercado de servicios policiales, por esa razón, es complejo pretender refundar una institución en su mayoría, como apelan algunos o como también ha estado ocurriendo es desconocer las diferentes propuestas que se han venido anunciando desde el ejecutivo con el fin de mejorar la observancia de los DD.HH. en los diferentes procedimientos con la anunciada modernización del Ministerio de Defensa.

Sin duda, la discusión de reformar la Policía pasa por entender el papel de los organismos de seguridad y justicia, pero en clave de una antesala sensata y adecuada de política criminal enfocada en el accionar de la fuerza pública. Mientras llega la reforma o cómo le queramos denominar conceptualmente, debemos aceptar que con el paso de los años a la Policía en Colombia se le ha asignado muchas tareas, competencias y potestades que la política y la sociedad asimétricamente le ha entregado y que en esa medida debemos desconcentrar administrativamente para una mejor función en la reducción de indicadores de criminalidad y aumento de bienestar.