Comprendí, entonces, que el periodismo no es ese oficio que todo el mundo quiere leer en el diario momentáneo; si no esa capacidad de entrega a través de la palabra que un ser humano pueda expresar. Que la inmediatez no es más que eso, el furor de la emoción. Que lo que verdaderamente te hace transmisor es la forma adecuada de conectar almas. Que no necesito aval, ni espacio en el tiempo. Que mi palabra se puede leer en una entrada y por eso hoy somos: Periodismo de Blog, una alternativa de leer un fragmento de la realidad porque como suma mundana somos pedazos de vidas que constituimos universos, y que por mas demarcado que el mundo esté siempre habrá algo diverso —de vos y de yo— que podemos aprender.
Henry Orozco – @SoyHenryOrozco
Respirar, sentirse vivo. Querer estarlo.
Vomitar en letras lo que no se es capaz de expresar en palabras, sin alcohol. Mojar el alma con una lagrima interna, explotar adentro y camuflarlo en una sonrisa. Esconder el tic nervioso, carcajearse al sentirse vulnerable. Dispersar la mente en una situación cotidiana, dibujar en el rostro una curva de conformidad. Querer estar en soledad y temerle a ella. Querer tener un abrazo sin compasión de otredad, ahogarse en un océano de pensamientos. Oprimir el pecho sin permitir saciarse de una bocanada de aire. Sudar, temblar, somatizar un cuadro clínico que te rehusas a aceptar. Querer estar en casa, o por lo menos cerca a ella. Temer a huir de tu zona de confort. Estar en cama, anclado a tu sosiego, buscando provocar un coma o desconexión ante la realidad. Hastiarse de la vida, de la gente, de todo lo que te rodea. No comer, pasar más de una semana sin bañarte, apagar el celular, reventarte a gritos, mudos y ensordecedores. Detonar.
La ansiedad es más común de lo que creemos —y quisiéramos—. Muchas personas en algún momento de su vida han padecido un cuadro de ansiedad, a veces unos en menor nivel que otros pero igual de importante al de los demás.
Durante toda mi vida he estado sumergido en entornos de ansiedad; vengo de una familia diagnosticada con múltiples cuadros psiquiatras: bipolaridad aguda, trastorno obsesivo compulsivo, depresión y estrés. He perdido personas importantes a causa de esto, se me han suicidado primos, amigos y conocidos que trascienden la estadística.
Muchas veces también lo intenté. Exploté, me golpeé, grité, insulté, vomité. He estado hospitalizado, por horas, con medicamentos que alteraron mi sistema nervioso. He sufrido la pesadilla en carne viva. He sudado, he gritado, he sentido que el aire que absorbo no complementa mi sistema respiratorio. He creído infartarme sin tener una enfermedad de base, y también he sido consciente que todo es producto de mi mente y el estado en el que ella me envuelve.
***
Ridículo, —solía decirme—, tenía los ojos color miel y una cara igual de dulce. Cayó de un cuarto piso, en El Santuario, Antioquia, desde la casa de un profesor. Tendríamos la misma edad, escasamente a un año o dos de diferencia. Disfrutaba de las películas de terror y de los 24 de diciembre en mi casa; le encantaba verme entonar canciones en mi guitarra y acompañarlas con ron. Éramos muy cercanos, o al menos ese concepto tenía yo.
Muchas veces me expresó su angustia, su depresión, y sus ganas de dejar este plano terrenal. ¡Ridícula! —Le decía yo—. Nadie creía que lo iba a hacer, que sería capaz. Nadie quiso aceptar que lo que ella padecía era un cuadro severo de bipolaridad y que en algún momento acabaría con su vida.
Serían las diez de la mañana cuando a golpe seco recibí la noticia: «Henry, Vanessa se mató. Se tiró de un cuarto piso». Estallé en llanto, a gritos y lo sigo haciendo constantemente. Su presencia se congeló en el tiempo, aún me parece ver su rostro triste, pero sonriente paseando por mi casa. Le he visitado una cuántas veces al cementerio, siempre borracho y a llanto herido con mi guitarra en mano. Prometí no volverlo a hacer por el daño temporal que esto estaba causando en mí.
Me negué muchas veces, durante muchos años, a su decisión de muerte. Quise ir en busca de ese profesor y exigirle respuestas; quise sacarla de su ataúd y preguntarle el por qué. Confronté a la vida —y a Dios— en mis momentos de destrucción mundana, con alcohol y drogas sintéticas. Me hastié aún más de la muerte y el rito que concierne a ella.
A veces, aún, me doy golpes de pecho. Siento que faltaron más palabras de aliento, más comprensión, más amor y más apoyo emocional. A veces creo que pude interrumpir su destino, venderle una concepción de vida diferente y no verme obligado a escribir este texto en su ausencia.
La depresión es una enfermedad que circunde en nuestro día a día, en nuestros entornos sociales y familiares y que muchas veces pasamos desapercibida. Todos, en algún momento de nuestra vida, hemos estado tristes y necesitados de un abrazo, de una mano alentadora o de un aliento acogedor. Todos, también, podemos brindarle bienestar a alguien con una palabra y una sonrisa como principio de transformación social.
Quizá hoy mis letras no sean más que un refugio a mi duelo procesal; pero, aún así, creo que puedo dejar en usted un mensaje positivo para ayudar a ese ser querido, amigo, hermano o familiar que esté afrontando un momento crucial.
Respirar a veces suele ser más fácil si sabemos que podemos contar con un aire, cercano, de aliento.