Fragmento del primer capitulo de mi libro: Padre, he pecado.
Recopilación de crónicas, cortas, a fin de mostrarle al mundo mis realidades. Percepciones que se desdibujan en el tiempo pero que toman vida en un espacio digital: Periodismo de Blog.
Henry Orozco – @SoyHenryOrozco
El altar estaba despampanante, tenía consigo la magia envolvente de aquellos templos contemporáneos a los que los diezmos reflejan la caridad católica. No había presencia humana diferente a la mía, todo era celestial. Entré, sin pensarlo, una segunda vez, guiado por el deseo morboso de encontrar al párroco que carga las cruces morales de aquellos habitantes pueblerinos, tan lejos de la metrópolis pero tan cercanos al deseo mundano. Cuál Sodoma y Gomorra de nuestra época. Un pueblo exorbitante de placeres: Nariño.
Subiendo, a pocas cuadras de donde se sitúa la iglesia, se encuentra el parque, rompiendo con el paradigma convencional en Antioquia de abarcar un templo sagrado en el centro de la plaza y con una tradición bastante conservadora en esta región. Nariño, por su parte, centra en su coto un parque educativo, uno de los qué instaló Fajardo en su cuartico de hora como gobernador.
Esa tarde de marzo las calles vestían de comercio, de murmullos y gritos y de unos cuantos comentarios sueltos que merodeaban en las salas asistidas por los campesinos para el desfogue de tanto deseo: charcuterías, bares, cantinas y tiendas de pueblo… esas donde la vida aparenta no valer un peso, y dónde el tiempo se congela tras emprender el misterioso encuentro con la alquimia de estos hombres capaces de revolver un aguardiente con leche o pasarlo con un trago dulce de aguapanela. Otros tantos con agua o a golpe seco.
Casi todos lucían un sombrero viejo, una camisa de cuadros con uno que otro botón malo, casi todos coincidían haberlo perdido en el pecho, era como si llevar la bragueta en su vestimenta aportara rasgos identitarios para la construcción cultural del campesino antioqueño, además de portar un machete con vaina, un pantalón colgándoles, y un frondoso bigote adornándoles el rostro.
Yo estaba ahí, imperceptible, mirando con recelo la vida de los demás, queriendo ser ellos y borbollando en pensamientos de ira, de terror, de miedo, de angustia, de desesperación. Yo estaba ahí, sin estar, era otro entre tanta desinhibición mundana. Acababa de tener sexo, con dos, un acto impune digno de la mezquindad que me rodeaba. Por un momento me perdí, sentí que la vida me pasaba en vano, que no siempre he hecho con ella lo que realmente quiero, que he perdido un cuarto de siglo sin definirme como ser humano y como profesional. Todo parecía ir en cámara rápida; mi vida en pensamientos carcomiéndome. Cuál efecto audiovisual con pito agudo y con un TimeLapse de fondo, pasando de una mañana radiante a un frio y obscuro atardecer. Es así como muchas veces me imagino la muerte, o el segundo previo a qué suceda. Una vida resumida en un video de milésimas de segundos sin control ni tiempo de arrepentimiento, solo intensificando el sufrimiento del ser. Una basura.
Quise congelar mi estancia en este paradisiaco lugar, sublime para la lujuria y el deseo carnal. Una tierra hecha para mi hedonismo, supongo. Quise rentar un cuarto, a sabiendas de no tener dinero, ni dónde caerme muerto. Quise desaparecer de mamá, de mis amigos, de mi familia, de mi tierra. Exiliarme de mi pueblo natal, Marinilla, en territorio aledaño. Quise ser nadie, perderme un tanto de mí, de todo, de todos. Muchas veces me he visto hastiado de la vida, de la falsedad del ser, de tanta conveniencia. Me he visto absorto de tanto importaculismo, de tanta fachada de dientes blancos y sonrientes acompañados de ojos apagados y suicidas que ahogan sus sufrimientos en drogas y alcohol. Yo los conozco bien porque también los he tenido, sé lo que se siente cargar una cruz a cuestas, tener el alma gritando.
En Nariño no era nadie, ni siquiera tenía un nombre. A pesar de ser un pueblo pequeño pasaba desapercibido, aunque quizá, esto solo era cuestión de tiempo.