La peor forma de un ser humano morir en vida es conformándose o resignándose ante una situación; perder ese gustico que conocemos por “motivación” y que nos impulsa a seguir adelante, a pesar de las adversidades…

Escrito por Henry Orozco – @SoyHenryOrozco

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Son las ocho de la mañana de un día de noviembre en Colombia; lluvioso como de costumbre en Antioquia, en temporada de ánimas, como es habitual llamarle al mes que antecede el cierre de año: diciembre.

Una alarma de iPhone, la voz de una Alexa y cinco sonidos distintos de notificaciones me impiden volver a conciliar el sueño. Todo indica que es hora de estar en pie, hasta la gata que se acerca a ronronearme para que revise su coca, le cambie el agua con hongos y le limpie la arena. La obligación de pararme de la cama me exacerba, de inmediato activa en mi cabeza la sensación de un pito agudo y constante que deseo apagar a como de lugar pero que soy consciente y no existe más allá de mi realidad interior. Las almohadas ya no sirven de tapones por más duro que las presione sobre mi rostro; el halo de luz que se incorpora por la ventana —entre la fría y ruidosa niebla destilante de agua, parece empeñado en irritarme aún más. Todo lo que me rodea —y quienes me rodean— me agreden con su sola presencia. No tengo voluntad más que lograr apagarme de nuevo y desvanecerme en un sueño, aunque intentarlo sea cada día más difícil de lograr.

No sé ni recuerdo cuando ni cómo perdí la motivación, esa a la que muchos le llaman sentido de vida, amor propio, deseos de superación o incluso presencia de Dios. Todo parece indicar que volví a sumirme en la depresión, en la angustia existencial y en la ansiedad del día a día.

Dejé de escribir, aunque irónicamente hoy me veo obligado a ello por cultivar un espacio en El Tiempo, y conservar un legado confortable, quizás, para unos cuantos que me leen entre líneas.

Dejé de hacer mil cosas que presuntamente me llenaban de pasión, olvidé a muchos amigos que expresaban sentires de amor, le cambié el color a mi existencia y me enredé en algunos sintéticos fluorescentes que de forma engañosa a mi cerebro le recobraban felicidad. Abandoné las rutinas de gimnasio, de caminar a lugares rurales, de montar la bici o los patines y de comer saludable a fin de lograr un físico más aceptable y mejor.

Perdí toda preocupación exterior, cambié mi forma de vestir y mi buen gusto por sexo exprés. Abandoné la academia, la escritura y la lectura; me envolví en el desgano y la desesperación. Ingerí centenares de ansiolíticos, me derrumbé un par de veces, más, y terminé amarrado en una clínica mental. Me ahogué en el alcohol y en los guayabos obscuros que el mismo me proporcionaba por días e incluso semanas enteras. Caí en lo más profundo de mí, en esa parte sin luz y putrefacta que todo ser humano tiene pero que teme despertar, allí donde habitan los demonios internos.

Visité muchas veces, entre melancolía y dolor, a mi niño interior. Le rogué a Dios de nuevo luz y esperanza pero todo parecía caminar en vano. Contemplé el suicidio, de nuevo; abracé a mamá, a papá, a mi hermana y mis sobrinos, como un ancla a la vida. Me alejé del servicio social, ese que en previas situaciones me reconfortó el espíritu y me dio redención. Oculté mi lápiz y mi libreta de periodista; apagué mi cámara como creador de contenido y encendí por horas, días, semanas y meses el televisor en Netflix, a fin de poder dispersar mi mente y trasladarme en pensamiento a otras vidas, ajenas a la mía, buscando encontrar un modo adverso de contemplar la vida.

Como un viajero del tiempo, pero sin la máquina para viajar; solo adentrándome en rostros ajenos, vidas ajenas y lugares desconocidos: dándole rienda suelta a la imaginación.

Perdí la motivación y siento que morí en vida; me resigné —sin ser consciente— ante ello; y cuando desperté entendí que no quería vivir la muerte que sé que me espera pero a la que le di paso mucho antes de manifestarse.

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Hoy, como siempre lo he expresado y he sido fiel fehaciente, entendí que mi vida sigue, y que el matiz solo se lo puedo impregnar yo. Me he dado una segunda oportunidad, o quizá tercera, o cuarta… con la fe y la esperanza puesta en que todo lo que me pase no podrá ser más que una experiencia de vida; historia, conocimiento, aprendizaje e insumo para plasmar en un papel, para contárselo al mundo o para brindarle refugio a quienes como yo sufrimos de angustia y desolación.

A pesar de todo, soy un hombre agradecido y creo en que es posible cerrar los ojos, tomar aire, abrirlos de nuevo y complementar una vida de altibajos; misma que me ha impulsado a seguir escribiendo, para no dejarme en el olvido, porque con letras e historias es que puedo contemplar la vida y eso que tanto anhelo recuperar: motivación.