Outsiders es literatura de folletín, barata y por entregas. Y no tiene orden. Si este es su primer capítulo, adelante, lea que no se pierde. Outsiders es una red. En los link encontrará nodos de lectura.

 LaPerraGómez

 

En los bajos fondos Julián Gómez era conocido como LaPerra. Cuando fue dado de baja del ejército, seguimos en contacto, pero yo siempre detrás de él, empujándolo sobre el horizonte, simulando una entrañable camaradería. Para él fueron años de trabajo bajo presión y para mí, fueron el doble. Operaciones encubiertas bien remuneradas por señores en corbata con mucho dinero encima, y también una linda hoja de vida.

Actuábamos en operaciones combinadas entre la inteligencia y la fuerza. Metíamos ojo y metíamos bala. JuliánLaPerraGómez me seguía llamando “mi teniente”, lo cual, era  correcto. Pero cuando se le escapaba un “compañero”, yo sentía que la pobre perra se creía un león. Grave error.

Por esa época me gustaba cocinar. Vivía solo y preparaba lentejas con chorizo picado. Quedaban espesas y cargadas de carne. También cazuela paisa: frijoles, plátano frito en cuadritos, chicharrón picado, maíz, salchichas. Y otras veces garbanzos secos con carne desmechada. Llevaba años cocinándome los mismos platos. Lentejas, frijoles y garbanzos. No me cansaba.

En la cocina tenía un televisor. Mientras picaba verduras iba mirando noticias, videos musicales o programas de recetas. Tenía pensado volverme experto en ensaladas.

Un día, delantal al cuello, tabla y cuchillo, preparando aliños para unos garbanzos, vi un pronunciamiento del presidente. Después de recibir al alcalde de Medellín en la Casa de Nariño, dijo que “las fuerzas del Estado estaban encima de las estructuras criminales de la mal llamada Oficina”. Cuando uno es pendejo y a la vez presidente.

En Medellín desde los 80´s mandan los combos. Y sobre ellos al bien llamado colegiado de la Oficina de Envigado. Lindo nombre para ese limpio y bien visto negocio.

Paila, aceite, fuego. Tomate picado, cebollas y ajo. Salsa roja.

“La Oficina”, cúpula de bandas criminales del Valle de Aburrá. Centro de mando de un ejército urbano de unos cinco mil hombres.

Y el puto peo: en Venezuela había sido capturado uno de sus máximos líderes, Alberto Villegas, alias Palmera, un flaco alto con el pelo de trapero. Y por eso las declaraciones del presidente. Esa captura dejó como resultado una guerra entre pandillas. Y se vino esa cantidad de bala en Medellín.

Luego de pitarlos en la olla a presión estuvieron los garbanzos. A un lado había preparado pollo desmechado. A los granos les colé el caldo. Y todo a la misma paila. Era un plato seco con abundante salsa de tomate. Delicioso almuerzo, deliciosa cocina para lavar después.

Por su parte LaPerraGómez siempre pedía domicilio. Pizza, hamburguesa, pasta. Y la comida le llegaba en cajas de cartón. Incluso, fría. Y tenía que volver a calentarla. Qué desastre. El hombre pasaba sus comidas con gaseosas y yo con jugos naturales.

Por esa época conocimos a Clara. La irrepetible Clara.

Fue en uno de esos paseos. Descansos en el mar en sombrillas de playa. El veterano y el alumno, la premeditación y la inocencia. Viajábamos a islas tropicales. Paseos de postal: sol, palmeras y piscina de hotel. En unas vacaciones a la Isla Martinica, la conocimos. Estaba con sus amigos en la discoteca: un kiosco de palmeras al lado de la piscina. Todos estábamos descalzos. Hice una seña en un cruce de miradas. Clara abrió los ojos:

―¿Qué? No entiendo ―moduló con los labios por debajo del reggae.

Señalé la barra. Con el barman ocupado en la otra esquina le dije que se veía muy aburrida con esa gente.

Hubo tal entendimiento entre los tres que nos quedamos bailando y tomando cocteles. Clara tenía el cuello más largo que yo hubiera conocido. Y el mismo espíritu de Julián, entre la potencia y la soledad, la fuerza y la amargura. Más tarde, noté en LaPerra una inquietud, tal vez una tristeza. Creyó que competiríamos por esa mujer. Le faltaba mucho aún por aprender.

Clara era fotógrafa de viajes. Reseñas de lugares, hoteles, tures. Viaje y trabajo: un lujo. Facturaba para revistas internacionales. En Martinica escribía sobre la extravagante mezcla de cultura francesa y antillana. Esa tarde, había desandado las calles angostas de Fort-de-France y el jardín La Savane. Nos contó sobre las fotos en la estatua de Josefina de Beauharnais, nacida en Martinica, primera esposa de Napoleón Bonaparte. Clara era paisa y vivía en Medellín. Lo rico de escuchar, en pleno océano, un acento conocido.

La luz del sol se levantaba por el mar cuando la invitamos al rancho tropical. Ventanal de piso al techo, piso en madera, vista hacia la playa y al oriente: nuestra cabaña.

¿Una trampa de dos varones sobre una pobre mujer sola? No fue así. Ella sabía perfectamente adónde iba.

En la madrugada no estaba ni medianamente borracha. Era tan pila que no necesitaba el licor para prender su vitalidad. Durante el amanecer nuestras tres siluetas fueron recortadas sobre las paredes. Sombras chinescas porno.

Más tarde, cuando Clara se vistió y se largó, quedamos los dos mirando la playa. No cruzamos palabra. El viento fresco y nosotros callados. Afuera las olas chocando y adentro las copas y los condones explotados de semen.

A lo largo de la semana ya habíamos pasado por clases de buceo y squash. La isla era perfecta y de tan perfecta, aburrida. Yo extrañaba mis frijoles, mis lentejas, mis garbanzos. La comida de mar es lo peor. El olor a pescado es repugnante. Las cazuelas de mariscos me daban arcadas. De manera que me mantuve a punta de una especie de morcilla que preparaban y sopas verdes. Por su lado LaPerra se dio un festín con sus cangrejos y moluscos y se moría de la risa cuando yo volvía a preguntar por frijoles en medio del mar.

A lo largo de la semana aparecieron en Medellín muertos tirados en los caños, amarrados con cables y con claras muestras de tortura. Apareció un colchón en un lote baldío: enrollado, carbonizado: envuelto en el colchón, un cadáver tiznado.

Bolsas negras llenas de moscas, al lado de la Avenida Las Vegas. En Manrique, una cabeza en un basurero.

Lo que llamaron “El orden criminal” ya no existía. El gobierno ofrecía a la opinión pública un resultado con la captura de AlbertoPalmera y a la vez prendía una guerra de combos. Control territorial, fronteras invisibles, plazas de perico, mercado negro de armas.  Aumentaron los baleados en las esquinas, desplazamientos y toda esa mierda que ensucia tanto la imagen del alcalde de Medellín. Y, con él, al gobierno nacional.

El flaco Palmera intentó mantener su mando desde la cárcel La Picota de Bogotá. Sin embargo la ambición de sus mandos medios lo superó y pretendieron dejar de ser indios para ser caciques.

El típico tire y jale. Si el Estado va detrás de los cabecillas, tiene sus resultados, y a la vez desestabiliza “el orden criminal”. Si el Estado deja de joder en los barrios se respira tranquilidad, se respeta al patrón del barrio.

Bien para el barrio, mal para el Estado.

Si por otro lado, el gobierno no muestra resultados, eso, entre otras cosas, trae un grave problema: no hay argumento para el gasto en el Ministerio de Justicia. Y si no hay como justificarlo, mis generales se quedan sin presupuesto y con ellos los contratistas, servidores públicos, mercenarios y los demás que seguíamos pegados de la teta.

Había que incentivar el giro de la rueda.

Y nosotros en Martinica.

Por la noche volví con LaPerra al bar. Clara tenía un vestido corto de tirantes y ese cuello que me encantaba. A su lado otras mujeres vestidas igualitas a ella y sujetos en pantalones cortos y guayaberas, como nosotros. En un momento de la noche Clara salió al baño y de regreso empezó a atarse el pelo con los brazos en alto. El ruedo de la falda se levantó un poco, los senos se marcaron sobre la tela y tuve el recuerdo de esas carnes que yo había abrazado con tantas ganas.

Durante la comida, despreciando de nuevo a sus amigos vino a sentarse con nosotros. Me saludó con besito formal en la mejilla y a LaPerra, acariciando su cara: un sentido beso esquinado en los labios.

No había pedido la primera copa cuando, como una periodista deportiva comentó la faena. Le gustó mucho, pero “mucho mucho ―así dijo― tenerlos para mí solita”. Decidir quien la penetraba y quien lo metía en su boca.

Sentirse tocada por cuatro manos.

Clara no tenía pudor ni vergüenza. Mencionó episodios, momentos del transcurso del amanecer: alguna pierna mal puesta, un movimiento extraño, un manoseo, un comentario, el éxtasis. Recordó la cara de Julián cuando ella misma le ordenó ir descansar en el sofá. La crueldad de esa mujer. Julián nos miraba con envidia o dolor cuando ella me cabalgaba.

Esa noche volvimos al mar. Llevábamos una botella de ron cubano y varios porros. Julián, pobrecito, seguía dudando de lo que había entre él y Clara. La noche y el océano en el rumor de las olas.

―Hoy no vamos a comernos ―dijo Clara.

A la hora de buscar desayuno, e irnos a dormir, nos contó que, esa misma tarde, volvía a la ciudad. Nos dejó su teléfono.

Julián me dijo que con esa mujer podría ser él mismo. Lo cual quería decir que LaPerra, conmigo, también simulaba.

Sabía que el descanso terminaría. Volveríamos a las calles de Medellín, a la guerra de combos, con una mujer en el pensamiento.

 

FIN

ESTA HISTORIA CONTINUARÁ…

 

Si desea saber lo que sucede luego del paseo a Martinica lea Paternindad