Antes no había youtubers pero sí un televisor que embrutecía a las masas. Antes había bufones y payasos que eran contratados por reyes para tener un entretenimiento vano. Todavía tenemos reyes y bufones, la sociedad, dicen los sabios, es la misma que se repite sin fin, sólo que ahora cuenta con mayores artefactos para poner en evidencia la imbecilidad humana. Dicen que los adultos mayores, nostálgicos, siempre repetirán que “todo tiempo pasado fue mejor” y se escandalizarán por la “degradación a la que hemos llegado” y se preguntarán una y otra vez, en cada nuevo tiempo “hasta donde iremos a llegar”.

Millennials, ustedes no son nada nuevo de lo que siempre hemos sido. De nada sirve que sepan desde temprana edad lo que quieren, que sean irreverentes y osados, al final, todo se reduce a un consumismo desbordante, imparable, un producto de mercado, una marca rentable y unos consumidores que al contrario de lo que dicen, ser más exigentes, realmente lo que son es más predecibles.

Y son predecibles porque todo lo que hoy se consume y con esto no me refiero solo a los alimentos, bebidas, vestido, calzado, etc, sino a lo que se consume en internet, redes sociales, es decir, a lo que vemos, oímos, leemos o seguimos, va arrojando data que es estudiada y controlada por esos productos que están en función de venderse más y mejor.

No somos más que consumidores insulsos, idiotas útiles, porque además de vendernos un producto, utilizan nuestros contenidos, nuestros intereses, nuestros gustos, que han sido muchas veces o casi siempre diseñados por estereotipos comerciales, para influenciar a otros y de esta forma, ninguno de nuestros actos se ven genuinos ni liberadores.

Entonces si tienes más de un millón de seguidores te has convertido en una estrella, haciendo qué, se preguntan muchos. Y al final, la respuesta no está en nada nuevo. La banalidad arrastra mayores seguidores. Las masas siguen los estereotipos que fueron creados por la publicidad y la industria del entretenimiento, como víctimas felices del consumismo voraz.

La belleza, no es la estética del arte sublime, es una estética posmoderna, popular, quebrada, reconstruida, mezclada. Y la vida es cada día más un monólogo solitario, un escenario donde todos hablan y nadie se escucha, donde estamos más conectados virtualmente que con la realidad. Y aunque lo virtual es real, su mediatización hace que sea un no lugar en donde estamos más presentes y por ende más ausentes de la vida no mediatizada, la que toca la piel, duele y estremece. A esa vida, estamos cada vez más de espaldas y por eso, parecemos un poco más insensibles. Las indignaciones virtuales no son aún una movilización social suficiente para cambiar los modelos que nos capturan y utilizan a su antojo.

Conectémonos con la vida, abramos los ojos, miremos el paisaje (no en fotos), pisemos la tierra, leamos a los críticos y desenchufémonos del ligero mundo virtual, aunque duela un poquito, la vida real nos da verdaderas emociones.