Si la esperanza del pueblo venezolano al inicio de su revolución Bolivariana era lograr una sociedad igualitaria, nadie se imaginaba que la igualdad iba a consistir en la miseria y la pobreza generalizadas. Un país que hace apenas unas décadas era considerado el petroEstado de América Latina, con altos niveles de desigualdad social, pero altos niveles de empleo, riqueza e ingreso, es hoy sinónimo de miseria, escasez, necesidades y pobreza. Los venezolanos eran envidiados en Suramérica, y aunque sufrían de los mismos niveles de corrupción política y desigualdad social de otros países siempre fueron considerados en mejores condiciones que los nacionales de otros estados en la región. Pobreza en Venezuela no significaba lo mismo que pobreza en Perú, Ecuador, Colombia o Bolivia. Es triste ver que 20 o 30 años después esa afirmación es aún cierta pero ahora es la pobreza venezolana la que es extrema, lamentable. Mientras en otros países de la región adoptaron políticas de inversión, apertura y crecimiento, incluso en algunos que se consideran discípulos de la revolución bolivariana como Bolivia o Ecuador, esas políticas que resultaron en mejores niveles de desarrollo, empleo y riqueza. En Venezuela, sin embargo, la situación ha llegado a un nivel de descomposición social, de destrucción del tejido productivo, de descalabro económico y social que solo se ve en las naciones más pobres del planeta. ¡La gran diferencia es que Venezuela es inmensamente rico!

Venezuela es una bomba de tiempo en la región. Su población está llegando al límite de su resistencia frente a tanta adversidad y solo hay dos caminos para cambiar la situación: La renuncia voluntaria de la dictadura, algo casi que improbable, o el incremento de la violencia hacia el estado y la respuesta del régimen, basada en la violación de los derechos y la democracia, la represión y la violencia. Los últimos hechos políticos en Brasil, Argentina, Bolivia y Ecuador poco a poco indican el fin de ese experimento fallido de socialismo “a la latinoamericana”. La gran diferencia es que en estas naciones hay sistemas políticos que aún respetan la tradición democrática de sus países y de la región. Maduro y su régimen no piensan dejarse arrebatar el poder, desconociendo la voluntad popular expresada en la mayoría opositora de la asamblea nacional, desconociendo la democracia.

Los países vecinos se ven cada vez más afectados por la situación venezolana, y su silencio cómplice es preocupante, así como el de gran parte de la región. Si bien son los venezolanos quienes están llamados a cambiar su destino, la región le tiene que hacer saber a Maduro que no va a permitir la violación de derechos humanos, de la voluntad popular y de la democracia en Venezuela. Hasta ahora ha sido capaz de disfrazar su régimen con un velo, muy delgado, de democracia y apoyo popular. Ese velo y ese apoyo desaparecieron y ahora el régimen está acorralado y no le queda otra opción que destapar sus cartas y avanzar hacia la dictadura absolutista que siempre ha sido, solo que ahora será ejercida abiertamente. Es ahora que Latinoamérica y el mundo deben prevenir una tragedia aún mayor que la que hoy, día a día sufren los venezolanos, que están parados sobre una de las naciones más ricas del planeta, viviendo en la miseria.