El espectador del teatro tiene consecuentemente una parte fundamental en el desarrollo de la obra a la que asiste, él se hace partícipe de la emoción que puede generar el hecho de contar una historia en vivo, él siente la interpretación de primera mano, esa experiencia única de estar ahí, en ese preciso instante en el que todo existe entre la compenetrada complicidad de los actores en la escena y aquellos apilados en las sillas. El papel sigue siendo de observador, pero hay algo más, hay una conexión que se da en ese espacio y en ese tiempo y así el espectador vuelva mañana, la obra será diferente. Toda esa energía que se emana en las tablas hace que la experiencia del teatro sea única y es precisamente esa energía innegable la que algunos realizadores de cine buscan a la hora de llevar obras teatrales a la gran pantalla. El cine se vuelve entonces un medio mucho más que tecnológico para lograr transmitir esa esencia del teatro vivo. Resulta entonces fascinante pensar que esas actuaciones se puedan mantener guardadas por siempre en una película, que con el pasar de los años las obras se vuelven míticas, clásicas, ensoñadoras y únicas porque como en una fiesta infantil, fueron retratadas en ese momento único del fotograma, para ser observadas, analizadas, estudiadas, amadas.
Sabemos que al cine le falta la inmediatez del teatro, sabemos que al cine le falta la interacción con esa respiración del público que genera vida en el escenario, pero también somos consientes que la majestuosidad de la gran pantalla aporta muchísimo a la hora de contar unas historia, puede que sin tener que utilizar de manera determinante esa imaginación que nos exige el dramaturgo. Serían muchas las obras que podríamos mencionar en este artículo acerca del teatro en el cine, pero buscando elementos que puedan ser más significativos en lo que se refiere a lo que son esos dos artes combinados, he aquí una brevísima mirada a esta magia entremezclada:
El ángel exterminador (1962), de Luis Buñuel que mantiene un escenario único donde el suspenso y el drama llenan cada segundo de la historia. UN ejemplo magnífico de trabajo coral, a veces exagerado pero siempre surreal.
Dogville (2003), de Lars Von Trier, es teatro en todo el sentido. Decorados inexistentes en los que una raya de tiza en el piso nos muestra donde están los personajes es un elemento que aleja las distracciones para permitir concentrarnos en la verdadera dramaturgia, moderna, libre, pero igual de permanente en su estructura más clásica.
La soga (1948) de Alfred Hitchcok, innegablemente quiso mostrar el enfoque teatral en toda su majestuosidad en un plano secuencia supuestamente único tal cual lo haría González Iñárritu en Birdman( 2014), donde encuentro similitudes en la forma en que cada una de ellas es presentada, haciendo que seamos un espectador sobre el hombro de los personajes. La segunda más enfocada en lo que es el teatro como tal y las implicaciones que tiene en los actores. Ambas imperdibles. Para dejarlos antojados de más, vale la pena revisar otros nombres como Chicago, Cabaret, Shakespeare enamorado, El fantasma de la opera y muchos otros títulos que se han convertido en un referente del arte del teatro inmerso en el cine de hoy.
@leonardopineda