Ilustración por Dario Montoya*

Me oculto tras los audífonos, de esa plaga autodenominada hombres, cuando no escucho las voces, puedo negar su existencia, aunque los vea inquisitivos.

Biológicamente, tengo una alta probabilidad de articular palabras, de emitirlas, he leído que aquello nos diferencia de otras especies inferiores, entonces, prefiero otorgar un tiempo limitado a la acción del pensamiento, una o dos horas semanales, lo suficiente para escribir, porque yo, yo no me quiero afianzar en el resbaloso pedestal del ego. He ido contra natura; me niego a ser superior a cualquiera.

En esta ajetreada revolución esperé un día a que fueran las 06:00 de la tarde, hora en que la mayoría de la gente termina su jornada laboral, toman un autobús y se invisibilizan, debido a dos razones principales: la decadencia energética, conocida como cansancio y el desconocimiento del otro. A esa hora, empuñé un arma en mi lugar de trabajo, decidida a dar un golpe de estado, un cambio del cuerpo, fue así como renuncié a mi condición ruidosa y me convertí en inaudible.

Un grito sórdido fue lo último que escucharon de mí.

Había cortado mi laringe y lastimado significativamente mis cuerdas vocales con el puñal, sin embargo, no quería dar cabida a la mínima probabilidad de enunciar nuevamente otra expresión; me arranqué la lengua.

Todo transcurrió en mi puesto de trabajo, el escenario más práctico, teniendo en cuenta que laboraba en un hospital, lo cual me evitó una muerte indigna por hemorragia, porque nada es más tétrico que despedirse empapado de uno mismo.

Dentro de mi vocabulario no he hallado palabras que puedan describir con exactitud las múltiples reacciones de mis familiares al verme, podría acaso decir que eran rostros transmutados. Desde entonces, no queda una sola camisa en mi clóset a la que no le halla agregado un retaso de tela que simule un cuello de tortuga.

Reafirmé entonces mi hipótesis, la gente es una plaga que se multiplica con sus diálogos invalidantes, sus juicios sin contexto y sus aseveraciones. Así que agradecí el privilegio de callar para siempre, negando mi asistencia a cualquier tipo de terapia o ritual que intercediera por recuperarme, porque yo estaba bien en aquél distanciamiento semántico, lejos de ellos y sin poder opinar.