Foto: Narsly Cuestas – Archivo personal

Hoy es otro día para creerse el cuento, para verse al espejo y reconocerse reafirmando que somos la versión que hemos querido de nosotros mismos.

A veces me olvido de cómo he querido ser, de cómo soy y de qué quiero para después. Esto no le compete a mi falta de determinación, sino a los desaciertos cometidos en el camino de los estereotipos y aquí quiero hacer un paréntesis: yo no he pedido encajar.

Antes de que tuviera una noción de belleza, las personas a mi alrededor ya empezaban a murmurar: “será alta”, “es de contextura delgada”, “su cabello es crespo”, “más bien será bajita”, “es de dientes grandes”, “que no coma tantos dulces para que no engorde”.

El murmullo más tarde se haría estruendo.

Crecí como algunos lo recuerdan o como pueden testificar las fotografías (búsquenlas si quieren).

Y en la maratónica carrera que lleva hacia la pubertad, escuché una breve introducción a los lineamientos del cuerpo humano de la que, más de diez años después, aún recuerdo hasta la entonación de esa frase.

Estaba con mis amigos del barrio, y el comentario venía del tío de uno de ellos, un hombre de 30 años. Yo tenía 11. Todos empezaron a reírse y en medio de las burlas traté de buscar validación, al no encontrarla, terminé creyéndolo. Para ese momento, jamás había pensado en que estaba gorda y ni siquiera sabía qué significaba serlo. Desde ahí, el término me daría pavor.

A raíz de eso, empecé una búsqueda exhaustiva sobre todo lo que tuviera que ver con la delgadez, qué era y cómo llegar a serlo. Preguntaba a mis compañeros de clase sobre quiénes consideraban que eran las más flacas y, como no será sorpresa para ustedes, varios coincidían en que también eran las más guapas.

Entonces a los 12 años, con mi grupo de amigas del colegio, conocí lo que era “hacer dieta”. Mis onces en los descansos se redujeron a bolsas de agua acompañadas de mentas. Mis medios para alcanzar el propósito: autoinducir el vómito, los laxantes, las dietas líquidas y los chats de princesitas Ana y Mía tan virales por esa época, además de una amiga con la que hacíamos carreritas para ver a quién le quedaba más grande el uniforme.

Claramente, bajé de peso, varios lo notaron y me lo hicieron saber.

Logré ser muy delgada y tampoco muchos lo aprobaron, de nuevo las opiniones no sugeridas empezaron a llegar: “estás muy ojerosa”, “no te luce ser flaca”, “te ves más bonita rellenita”, “estás muy pálida”, “eras más bonita antes”.

A partir de ahí subí, bajé, me mantuve; subí, bajé, me mantuve; subí y bajé. Ojalá hubiese sido solo en peso, pero la montaña rusa también fue emocional.

Y en ninguno de los altibajos de esa montaña iniciada por la báscula, la opinión de todos llegó a un consenso. Así que decidí mandarlos al carajo. Con mayor experticia sobre la situación, opté por verme como yo quisiera, cuando así lo considerara, eso sí, dejé de darme tanto palo y empecé a ahorrarme la platica de los laxantes (que ahora me gasto en vodka).

Fue entonces como un día me levanté de la cama, caminé hasta el baño y me enfrenté al espejo que más luz recibía en la casa, y en esa posición retadora obtuve mi revelación:

“Hoy es otro día para creerse el cuento, para verse al espejo y reconocerse reafirmando que somos la versión que hemos querido de nosotros mismos».

No estoy a favor del debemos aceptarnos como somos, pues no nacimos terminados. Tenemos el privilegio de construirnos como se nos venga en gana. Y un claro ejemplo es el cuerpo. Los demás siempre tendrán opiniones al respecto, pero finalmente es nuestro.

Llevémoslo como nos apetezca.