Recordé a Rosita, mi abuela, ese era el nombre al que respondía, no a Crescencia, como registraba en su cédula.
Rosita o mamá, porque hasta el último día optó por no sentirse vieja.
Se asomaba por el pasillo largo de la finca, apenas escuchaba a los perros ladrar, avisándole la llegada de cualquiera.
Ella era muy feliz de verme y me llamaba Narlyta, me tomaba con sus manos de paisaje, montañosas, llenas de cielo y con varias lunas que pigmentaban su piel, para luego contarme historias que evocaban el alma (porque a veces, uno es solo cuerpo).
Estaba en su silla roja un día, cuando me dijo Mario.
- “Mario, es igualita a Mario”.
Hablaba de mi papá.
Decía que había heredado sus ojos y cejas. Tal vez, a través de mis ojos, lo veía también y podía saludarlo.
Sonreírle.
Traerlo del letargo.
Y despedirse.
Rosita siempre tenía un bocado, era incapaz de comer sola, sin importar que uno estuviera lleno, no aceptaba un no por respuesta, para ella significaba una falta de respeto irrevocable, era preferible decirle Crescencia.
Cuando me vine a Bogotá y empezaba mayo, le recomendaba a mi mamá informarle sobre mis cumpleaños y así no olvidar llamarme. Siempre que celebré mi vida en Acacías (cuando viví allí), llegaba a visitarme con una torta y comida que ella misma había preparado.
Así de linda era mi abuela.
Yo jamás entendí muy bien por qué me quería tanto, pero me sentía cobijada en su consentimiento, así que solo me acurruqué.
En casa de Rosita siempre sonaba la radio, desde que se levantaba hasta que sonaba el himno nacional a las 06:00 pm; luego, la radio era reemplazada por el ruido del televisor, con sus novelas habituales.
Mamá vivía rodeada de flores y en la finca también la acompañaban dos loros que todo el tiempo preguntaban a la gente si querían cacao, para luego burlarse a carcajadas, imagino que ante sus respuestas, porque en la finca hace rato no brotaba un cacaotero.
Amaba el café con panela, hecho en el fogón.
Tomarse una copa de Brandy, en las tardes frías.
Comer arepa con carne, al desayuno.
Amaba también Gotas de Color, de Agatha Ruiz de la Prada, el perfume que yo usaba por aquél entonces y que prometí regalarle, pero el tiempo no me dio tregua.
Quedé en deuda.
Espero encontrarla un día y que podamos negociar.
Recordé a Rosita hace poco, en uno de mis bajones, porque nunca tuve plena consciencia del regalo que era en mi vida.
Sus manos fueron paisaje.
No sabía entonces lo feliz que era.
No tenía idea de lo mucho que la amaba.
No imaginé extrañarla jamás, porque jamás debía hacerme falta.
Rosita, si en un sueño logras verme, yo podría acurrucarme contigo y levantarme más tarde.