He agradecido tanto, tanto, vivir en un primer piso con ventanas grandes que dan hacia la calle y en donde puedo sentarme por minutos a ver la gente pasar, en una vaga ilusión de que también estoy fuera, en ese intercambio de sonrisas que compartíamos antes con aquellos para quienes el día era un beso de sol o un abrazo de estrellas, lo digo porque sin importar la hora, siempre caminaban con un aire de encanto. Recuerdo perfecto la luz en sus rostros, dignos herederos del cielo, ojalá, ojalá pudiera contar a detalle lo que veía yo en ellos, en sus expresiones gentiles, en ese cariño desbordado por el mundo, que dejaban entrever en sus sonrisas y que llegaban hasta mí, aunque no conocieran mi nombre.
A veces me cansaba infinito pasar fines de semana en el apartamento, pues de dónde vengo no es tan común acostarse todo un día a ver televisión, porque básicamente corres el riesgo de evaporarte con todo y cama en ese clima superior a los 30 grados centígrados (algo que sí es costumbre en la ciudad que ahora habito, con su frío cómplice); así que para escapar del viscoso sentimiento de estar aburrida en esta ciudad, salía a caminar, poco me importaba si lo hacía sola, me encantaba ser turista en mi propio barrio (en lo que soy experta, pues me he mudado mil veces), y en esa caminata liberadora tenía por pasatiempo ir creando historias, apoyada por los diálogos de la gente, ya fuera prestando demasiada atención para escuchar de lo que hablaban o, que en la heroica misión de leer labios, lograra entender una pisca de sus conversaciones.
No crean que todas las historias eran de romance, como la que les estoy relatando ahora, así que aprovecho para disculparme si en un día de acidez me encontré con alguno de ustedes y su pareja, haciéndolos terminar durante la redacción mental de algún cuento, espero, ojalá, que esto no haya actuado como efecto vudú propiciado por mi aburrimiento y que ahora mismo estén sobreviviendo a este caos, juntos, felices como puedan, haciendo esas cosas de quienes se aman, igual, que les quede de lección, mejor andar precavidos sin dar tanta lora con discusiones en la calle, no saben qué metiche drama queen les haya puesto el ojo encima.
En realidad, amaba salir a caminar, con tantas opciones de labios por leer.
Hace más de un año la forma de comunicarnos cambió, no tengo ni que explicarles por qué. En la eterna temporada de los tapabocas (quirúrgicos, de animal print, con lentejuelas y hasta de colores pasteles), y para no tumbarme a llorar (en lo que soy experta), he optado por estudiar “las ventanas del alma”, como se refieren poéticamente a los ojos, y no crean que llevo la delantera con los ventanales que tengo por mirada, eso no me convierte en la vieja más observadora del mundo, ojalá fuera así, en mi defensa diré que tanto tiempo frente a la pantalla del computador por el Home Office me tiene la vista nublada y que las caretas son otra especialización en la que debo formarme.
Sin embargo, les contaré un poco de las observaciones que he hecho, debo empezar precisando: las miradas sí que hablan. Difícilmente logran ser maquilladas, cuando tienen tanto por contar.
Me he encontrado con miradas de océano, que se te vuelcan encima y te llevan a nadar en un oleaje constante.
Miradas que aunque guarden oscuridad, con tiempo pausado, dibujan constelaciones.
Algunas con aires volcánicos, que arden y duelen, pues para ellas no ha cesado la angustia.
Ojos que son lluvia y te devuelven la felicidad infantil de ir saltando charcos.
Miradas maternales que envuelven tus lágrimas en una mantita y te ofrecen chocolate caliente, asegurándote que, de cualquier forma, todo irá mejor.
Las miradas me han enseñado que no hace falta elevar el tono de voz para hacer ruido en otros. Y que las canciones más bonitas suceden tan solo con ver.
Es así como ahora mismo sentada en este sofá, recordando mis pasos y con todo lo que he contemplado desde adentro (como la expresividad de los ojos), me he dado cuenta que en todos esos días que estuve afuera me perdí de mucho, en realidad no presté demasiada atención a otros tipos de conexiones, que van más allá de lo que es pronunciado al pie de la letra. Ahora que estoy aquí y que son otros quienes escriben (cada que van caminando), me siento en un espacio más íntimo, que un par de veces me ha confiado: “desnudar tantico el alma, es el puente para conversar con otros”.