¿Cuántas personas estarían dispuestas a esperar más de dos horas a que un desconocido le entregara un plato, cuchara y pocillo sin lavar -que a él también le habían dado sucios- para poder almorzar?
Elegí ser periodista en el momento y lugar menos esperados. Fue mientras hacía la fila más larga de mi vida, junto con otras 399 personas. Nos habían dado la instrucción de pasar al comedor en grupos de a 20, pues sólo quedaba ese número de platos, pocillos y cucharas disponible. La espera, que ya era larga por sí sola, aumentaba con el hambre y el cansancio. Al mismo tiempo –por esas ironías de la vida- varios preferían no probar bocado debido al asco que les producían los restos de comida adherida a los platos y las cucharas que quedaban de quienes iban pasando antes. En ese momento, en ese lugar, no había tiempo para lavarlos.
Mientras llegaba mi turno, recordaba, para darme valor, que estaba ahí por elección propia. Sin saberlo, esa decisión fue la última que tomé a lo largo de todo un año: en adelante mi vida se resumió en cumplir órdenes para evitar castigos. Me acostumbré a las filas (fila para bañarme, para desayunar, para tomar lista, para almorzar, para comer, para marchar, para patrullar, para ir a la cama, y hasta para salir y regresar de permiso. ¡Para todo!), a la comida sin sazón, a dormir tres horas diarias –y de vez en cuando de pie-, a usar la palabra “mi” para dirigirme a todos (mi dragoneante, mi cabo, mi sargento, mi alférez, mi teniente, mi capitán, mi mayor, mi coronel, mi general…), a lustrar las botas todos los días, incluso si estaban brillantes.
Me acostumbré a todo a lo que uno se debe acostumbrar si quiere sobrevivir en un ejército de cualquier país, menos a una cosa. No pude asimilar la idea de vivir sin autonomía, sin libertad, sin decir lo que pienso. Tener que pedir permiso para hablar durante esos 365 días fue la manera poco ortodoxa de entender en qué consiste la libertad de expresión.
Luego de algo más de dos horas en aquella fila, llegó mi turno para almorzar. Recibir un tenedor carcomido por una mezcla pegajosa de granos de arroz y arvejas me hizo olvidar dónde estaba. Entonces le pregunté a Cuéllar, el cabo primero que estaba al mando:
– Disculpe, ¿por qué no hay más platos para comer?
– Porque la más antigua de su casa no vino anoche a lavarlos. ¿Algún problema, recluta?
No tuve más que decir, bajé la cabeza y seguí. En ese momento aprendí a comer con una tarjeta de TransMilenio que llevaba en el bolsillo. Meses después, el mismo Cuéllar me confesó que esconder los platos era su forma para darle la bienvenida a los nuevos contingentes. También me dijo que no preguntara mucho y así me ahorraría problemas en el servicio militar, y me aconsejó que, si no era capaz de quedarme callado, mejor me volviera periodista. Le hice caso.
PD: Cuando me preguntan por qué soy periodista lo primero en lo que pienso es en ese momento, en ese lugar.