Supe que los papás existían cuando entré a la escuela, a los siete años. En las entregas de notas la mayoría de mis compañeros iban con papá y mamá. En ese momento no los envidié, pues veía que en vez de un regaño se llevaban de a dos. Yo, por si acaso, con los ajustes de cuentas de mi mamá tuve que aprender a hacerme cargo de mis cosas y crecer con un sentido de responsabilidad e independencia que me gustaría que tuvieran mis hijos: me levantaba sin que me llamaran (6:00 a.m.), me alistaba, y salía para el colegio religiosamente. Estoy casi seguro que durante los 11 años de colegio no falté más de tres veces.

Fue con los problemas de la adolescencia que empecé a echar de menos a una figura (no a él en particular) que me respaldara, que me dijera cuál era el camino o que simplemente me contará cómo se las había arreglado en su propia juventud. Necesitaba un espejo, un ejemplo a seguir. A mi madre, a quien le debo más que la vida entera, no le podía contar todas las veces que me robaron las onces en el descanso, o cuando me tiraron una piedra en la cabeza durante un partido de microfútbol, ni cuando me buscaron pelea por meterme con una de las más bonitas del otro salón.

Luego, tampoco pude decirle sobre la vez que los papás del equipo de fútbol en el que estaba habían amenazado al DT con hacerle un escándalo para que a sus hijos no les cobrara más ‘vacunas’ por ascender (esa temporada todos ellos avanzaron y yo seguí con las reservas). Mucho menos le iba a contar cómo, en el Ejército, me levantaron varias veces a golpes o con baldados de agua fría. Ese tipo de cosas no son para contárselo a las mamás. La angustia y dolor que les produce no lo vale.

Hoy, con 30 años, no me hace falta un papá. No puedo extrañar algo que no he tenido. Pero sí me gustaría preguntarle en qué piensa un hombre para abandonar a un hijo recién nacido y, si acaso, ha sentido remordimiento alguno. Le pediría que me contara por qué dejó plantada a mi mamá en la notaría donde se habían citado para registrarme o si durante estos años no ha sentido ganas de saber qué fue de mi vida.

Los niños, con su maldad espontánea, me trataron de hacer chistes por no tener papá. Creo que desde ese momento desarrollé la autoestima y seguridad en mí mismo como mecanismo de protección. Jamás me dejé perturbar por eso. Por ejemplo, hoy me causa gracia recordar la vez que mi mamá no pudo ir a una reunión en quinto de primaria para elegir el colegio de mi bachillerato. Mi abuela, quien procuraba darnos una mano de vez en cuando y hacer de papá en esas diligencias, pensó que Lorencita Villegas de Santos era la institución precisa para mí y pidió el cupo. Ella no supo que era un colegio femenino ni tampoco se enteró del ‘bullying’ que se me vino encima en la escuela.

Que nunca haya echado de menos a mi padre no quiere decir que no hubiese sentido curiosidad. Tendría como 15 años cuando lo busqué en el directorio telefónico. No sé ahora, pero en ese entonces el apellido Tiriat en Bogotá era escaso y muy fácil de rastrear. Fue cuestión de cruzar ese dato, el nombre Miguel y la zona en la que me habían contado que probablemente vivía. Marqué como pude, pues los nervios me ocasionaron temblor en las manos y las rodillas. Mientras esperaba a que contestaran podía escuchar mi propio pulso, agitado y fuerte, a través de la bocina del teléfono. Al otro lado me contestó una voz entusiasta y, tras confirmar que era la persona que estaba buscando, colgué sin mediar más palabras. Tal vez fue por miedo o enojo, o las dos. Oírlo tan tranquilo, como si tuviese la conciencia limpia, me indignó. Nunca más intenté buscarlo.

Su oportunidad de ser mi padre ya pasó, y mi momento de necesitar uno, también. Por eso, cuando él muera estaré tranquilo: no me enteraré y tampoco lo extrañaré…

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