Tal vez Maradona tiene razón, tal vez Lionel Messi no tenga la personalidad de un líder, tal vez no sea el mejor futbolista de la historia…

Había empezado este texto escribiendo que Lionel Messi no tenía alma para ser un líder, que no era decisivo con Argentina, que le había quedado grande ganar un título con su selección absoluta y que había tomado el camino fácil de la fuga tras perder cuatro finales. Reseñaba, además, cómo desde hace años los analistas de escritorio explicaban sus logros con el Barcelona en gran parte gracias a las piernas y la cabeza de los Iniesta, Hernández o Guardiola. Hoy, de los Iniesta, Suárez o Luis Enrique.

En el segundo párrafo había destacado la cara dura que había puesto el argentino en los estrados judiciales para declarar que no sabía cómo se manejaban sus cuentas y que él solo firmaba los contratos y se dedicaba a jugar fútbol. Me había empeñado en comparar su defraudación fiscal en España (es un delito esté, o no, enterado) con la defraudación a todo un país en la cancha. Razones para criticar a Messi sobran, pero me estaba alimentando con los mismos argumentos de los perros de caza de ese periodismo que no me gusta: esos que esperan a que la presa caiga para clavarle los dientes.

Luego pensé en lo que ha ganado el argentino durante su carrera, en lo que significa para el fútbol, para el Barcelona y para la misma Argentina, que aunque con “Messi no gane nada, sin él lo pierde todo”. Tal vez Maradona tiene razón, tal vez Lionel no tenga la personalidad de un líder, tal vez no sea el mejor futbolista de la historia, tal vez se retire sin ganar nada con su país, pero negar su grandeza es negar el sacrificio, talento y la disciplina que lo han mantenido como el mejor del mundo en la última década. Algo así no se consigue siendo un ‘pecho frío’, ni pecho tibio. Se consigue con el alma encendida, con el corazón revolucionado y con el espíritu desbordado por el deseo de ganar, pese a que la derrota aparezca siempre como una opción.

En últimas, no llegué al tercer párrafo porque se me atravesó la imagen del número 10 llorando luego de la tanda de penaltis. Y soy de los románticos que ven en una lágrima más entrega que en una celebración. Como dijo el escritor francés Alphonse de Lamartine: “Después de la propia sangre, lo mejor que el hombre puede dar de sí mismo es una lágrima”. Y de Messi no necesitamos ver correr su sangre.

Al final, decidí no escribir nada. Estas letras que se leen son la forma de borrar aquellas palabras que me refundieron por un momento entre esa jauría de periodistas e hinchas. Cuando Messi se tranquilice, valore mejor la decisión de abandonar la Selección (así sea para ratificarla), pero sobre todo cuando vuelva a saltar al terreno de juego, ya habrá tiempo para salir de cacería.

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