Malditos sean los chats, los correos electrónicos, las redes sociales y las aplicaciones para encontrar pareja. En qué momento se le ocurrió al ser humano (sospecho que la idea tuvo que ser de algún tímido sin remedio ni esperanza) reemplazar el arte de la conquista cara a cara por algoritmos encriptados que se leen como mensajes de amor en una pantalla…

No pensé decir algo así tan pronto, pero la juventud –de la que cada día parece que me alejo más- está en problemas. Morirá sin saber lo que es gastar más hojas de cuaderno en notas cruzadas y cartas de amor que en apuntes de clase; jamás entenderá por qué había que invitar a comer onces a la mejor amiga antes que a la pretendida; no sentirá en carne propia la angustia que produce ver el segundero del reloj tomarse más tiempo de lo normal escalando cada minuto mientras se cumple el plazo del “mañana te digo”, “déjame pensarlo” o llega la razón más esperada pero simple: “sí” o “no”.

Pobres adolescentes de ahora, que ignoran que las cajas de zapatos también sirven para guardar la colección de tarjetas, cartas, empaques de chocolatinas (Jumbo si era una conquista difícil) o almanaques con un TQM grande y un nombre y fecha escritos con marcador.

Creo que es mi obligación, como cualquier buen adulto contemporáneo, darle mi mejor consejo a aquellos que quieren conquistar a una mujer a la vieja usanza, con cartas hechas a mano. ¡Atención, pues!

La primera carta que escribí en mi vida me marcó para siempre, pues cometí todos los errores que podía cometer. Tenía 11 años, estaba en quinto de primaria y con fama –aún la tengo- de tímido y juicioso. Era una fama ganada a pulso. De la escuela a la casa y de la casa a la escuela. El fútbol aún no se atravesaba en mi vida así que las tareas eran mi mejor y único plan. Hasta que un día me fijé más de la cuenta en Natalia, una compañera que se sentaba a tres puestos del mío, pero que por alguna razón jamás había visto con mayor reparo. Desde entonces no creo en el amor a primera vista: por si acaso siempre miro dos veces…

Entre más la miraba más me gustaba mirarla. El problema era que sólo podía hacer eso: mirarla. Hablar con una mujer no estaba entre mis códigos de conducta. Recuerdo que pasaron semanas hasta que decidí dar un paso al frente. En mi época uno le pedía a ella que fuera la novia sin saber qué era eso ni para qué servía. El único premio era el “sí”. No había nada más. Era un salto a lo desconocido.

Yo, convencido de que la primera novia de mi vida había estado sentada en silencio en el salón de clase esperando que fuera por ella, elegí la carta como herramienta. Era el canal y la estrategia. Ahí empezó mi cadena de errores. El plan era declararme por escrito, entregar el mensaje en el recreo, esperar que lo leyera y tener casi que a vuelta de correo, literalmente, un sí aclamado.

Apegado al plan, escogí una hoja de la parte de atrás del cuaderno y la recorté, pero no de cualquier forma sino con tijeras para dar un aspecto de elegancia. En realidad, fueron como 10 hojas arrancadas entre ensayo y error. Sin recordar ya el texto, estoy seguro de que escribí con marcador negro su nombre al comienzo, el mío al final y la pregunta en cuestión, entre otras cosas románticas, supongo. Me arrepentí muy rápido de haberla escrito, aún sin entregarla, cuando entré en la habitación y encontré a mi hermana leyéndosela a mi mamá. Con la risa de ellas aprendí lo que significaba la pena, la vergüenza.

Hundido y en evidencia familiar pensé que ya nada peor podía suceder con la dichosa carta. Si hubiera sido más intuitivo me habría dado cuenta a los 11 años de que en el amor siempre se puede caer más bajo. Al día siguiente, optimista, caminé hacia la escuela como lo hacía todos los días. Eran 15 minutos, dos barrios, un parque y un puente peatonal de por medio. En el parque ya estaba arrepentido de lo que había escrito, en el peatonal ya no quería entregar nada, en el otro barrio ya me caía mal Natalia y al colegio la misión había llegado abortada.

Sin embargo, me ganó la curiosidad pero no la valentía. Me explico: taché mi nombre con corrector y se la dejé en el puesto apenas salimos al recreo. Pensé en que una carta anónima sería una buena prueba para saber si ella pensaba en mí como posible autor y se declaraba primero. De lo contrario, simplemente no se enteraría jamás de nada y todos tan tranquilos como siempre. Brillante plan, ¿no?

Sonó el timbre, regresamos al salón y de un momento a otro me empezaron a caer papelitos con bromas y comentarios burlescos. Quedé en evidencia frente a toda la clase. Dos dosis de pura vergüenza en menos de 24 horas por culpa del mismo papel. Cometí el error más ridículo posible. Quedé como un tonto y cobarde. Natalia jamás me respondió y nunca más hablamos.

Por eso, el mejor consejo que puedo dar es que si quieren borrar algo escrito con marcador negro pongan corrector en ambas caras de la hoja…

 

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