En la mañana del 24 de diciembre pasado vi a Ricarda en un pasillo de supermercado tratando de encontrar pan rallado para hacer croquetas. Se movía con dificultad. Un bastón rojo empuñado en la mano izquierda, una bolsa blanca colgada del antebrazo de la mano derecha y 92 años de vida son, sin duda, una carga difícil de llevar. 

Casi por reflejo tomé las dos marcas que había en la estantería. Al tiempo que se las enseñaba iba leyéndole lo que decía en el empaque. No hice más que leer:

– Este es de Ruipan, tiene 500 gramos, la ralladura es fina y cuesta 65 céntimos (de euro). En cambio este es granulado, más grueso y crujiente, sirve para escalopines, nuggets y para hacer varios tipos de platos empanados, es marca Gallo, también tiene 500 gramos, y cuesta 1,09 euros.

Ella debió pensar que yo era un experto en pan rallado o en croquetas. Ahí estaba, como buen periodista, haciéndole creer a la gente que sabía de lo que hablaba. Al final se llevó la segunda marca, la más costosa.

          ¿Para la cena de esta noche?, le pregunté.

          ¿Cena? ¿Pero de qué cena me hablas? Yo no hago cenas. No tengo nada que celebrar.

          ¿Y la familia?

          Tengo hijos, pero hace 44 años que no me hablo con ellos. Tampoco hace falta.

Su respuesta me sorprendió, pero no por lo que dijo sino por cómo lo dijo. Sin tristeza, sin culpa, sin enfado, sin desolación, sin quejarse. Al contrario, era un tono altivo, victorioso y orgulloso. Pensé que no debía entrometerme más. Ya había hecho mi buena obra de Navidad, al fin y al cabo. Pero es que esa respuesta me parecía más una invitación tácita a conversar, a que preguntara más, a saber por qué ella, a su edad, estaba sola comprando pan rallado para hacer croquetas un 24 de diciembre y sin la intención de compartirlas con alguien. Exhibía su soledad con una vanidad inquietante.   

          ¿Hace 44 años? Mucho tiempo…

          No me hace falta. Estoy mejor así.

Fue entonces cuando me dijo que tenía 92 años, que había parido 5 varones, que ya tenía muchos nietos y varios bisnietos. Que Dios le había regalado la muerte de su esposo y que desde ese momento ella también se había muerto para todos sus hijos. Ya no fue una conversación. Fue un monólogo.

          En mi casa yo era una mierda. El que decía qué se hacía era mi esposo. Los cinco hijos que tuve hacían lo que él mandara y a mí me veían como una mierda. Para todos yo era eso: una mierda. Pero resulta que un día el médico me dijo que mi esposo tenía cáncer. Y a los 3 meses ya había muerto. ¿Puedes creerlo? Eso fue un regalo de Dios.

¿Entonces yo qué podía hacer? No me iba a quedar en esa casa. Los que iban a mandar eran mis hijos. Querían que yo les trabajara cuidando nietos. Entonces les dije: ‘Su padre ha muerto y para ustedes yo también he muerto. Quieren que me quede cuidando a sus hijos y cuando ellos ya estén grandes ¿entonces yo qué? ¿Ya no les sirvo? No, eso no va a ser así’.

Me fui y me puse a trabajar en casas de familia y luego en una empresa de aseo. Duré 12 años hasta que me pensioné. A ellos no les gustó que no me hubiera quedado haciéndoles el oficio y criándoles a los hijos entonces también me mandaron para la p…ta mierda. Hoy, con 92 años, vivo bien, tranquila, con mi pensión, Tengo lo que necesito y no me falta nada. No celebro ni festejo nada, pero así es mejor.

Su historia me impresionó. Me imaginé cómo la debieron tratar su difunto esposo y sus propios hijos para que ella decidiera buscar una nueva vida dejando atrás la que tenía. Sentí admiración por su valor para hacer lo que hizo. Sólo cuando ya se había marchado del supermercado se me ocurrieron muchas preguntas, y me di cuenta que ni el nombre le había pedido.

Cuando regresé en la tarde al mismo supermercado, alguien había dejado como regalo cuatro croquetas envueltas en papel aluminio. Las había dejado Ricarda (en ese momento supe su nombre). Es una tienda pequeña y las señas que le dijo al cajero hicieron fácil que se completara la entrega.

Quiero pensar que le regalé la oportunidad de que se desahogara y contara su historia a cualquier extraño sin prejuicios. A cambio ella pensó que la forma de agradecerlo eran las croquetas con tiras de jamón que me comí en la noche de Navidad.

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