Yo tampoco me salvo. No soy mejor que nadie. También llevé a mi mamá a almorzar. Inclusive soy peor que los demás. Le quedé debiendo el desayuno a la cama, las flores y el regalo. ¡Foto hubo, eso sí!
La verdad es que con una visita y un tinto, para mi madre hubiera sido suficiente. Ella no necesita que le dé nada por ser quien es. Con celebración o no, sigue siendo la misma. El que necesita la redención por ser un mal hijo soy yo, es usted, somos todos los que las invitamos una vez al año. Es la forma para limpiarnos la conciencia.
Luego de pasar la tarde con ella y con mi abuela (quise parecer doblemente bueno y bonito) llegué a la casa a ver una película que me recomendó un amigo. Aún no se ha estrenado, y me la envió para que le diera una opinión. No tiene escenas de sexo ni violencia (no las necesita para ser buena), y su argumento es tan simple como certero, igual que su nombre: Mamá.
Obviamente es sobre las madres, pero también es sobre los hijos, sobre la vida, sobre las cosas importantes. Es sobre el tiempo, ese que cobra importancia cuando se agota. Es sobre la sonrisa que buscan como única recompensa. Es sobre ser mamá, más allá de todo, inclusive más allá de la muerte.
Definitivamente, qué cabrones somos los hijos. Nos sale muy barato quedar en paz. La única diferencia entre un cementerio y un restaurante el Día de la Madre es que los muertos no se comen las flores.
Vayan a cine el próximo fin de semana, lleven a sus mamás, vean la película, luego salgan y regálenle algo que valga la pena: tiempo.