Ella solía pasar dos, tres o cuatro veces frente a la puerta de la cafetería que tenía mi mamá en el Benjamín Herrera, un barrio de Bogotá colonizado por mecánicos, latoneros, pintores, comerciantes y todos los demás profesionales que pueden existir alrededor del campo automotriz.
Era un barrio agitado entre el lunes y el sábado a mediodía. Los domingos, en cambio, se respiraba un ambiente residencial con los pocos vecinos que ocupaban los segundos pisos de las casas que aún no se habían derribado para hacer bodegas o ampliar los talleres.
A la hora de las onces y del almuerzo apenas quedaba tiempo para atender las mesas. Era en la tarde cuando podía prestar atención hacia la calle y la veía pasar: lo hacía caminando despacio y mirando hacia el interior de la cafetería, pero sin mover la cabeza, de tal modo que no quedara en evidencia su interés. Tuvo que contonearse muchas veces hasta que decidí comprobar si quería hablar conmigo.
Fue una tarde de sábado. La mayoría de talleres ya estaban cerrados y los que no era porque el día había sido malo y aguardaban por un trabajo de última hora. Casi siempre algún ‘gallo’ de carro viejo que otros mecánicos ya habían rechazado. Al costado derecho de nuestra cafetería quedaba una tienda de pinturas cuyo portón era grande y se abría plegándolo hacia afuera, por lo que tapaba la vista hacia ese lado.
Serían las 4 de la tarde cuando apareció ella. Caminaba como siempre. Esta vez la esperé recostado en el arco de la entrada –una pose desprevenida, casual- asegurándome de que se diera cuenta de que la detallaba con la mirada fija. El momento y el lugar para saber, de una vez por todas, si en realidad su pasarela improvisada sobre el cemento cuarteado de aquél barrio de mecánicos era una invitación a conocernos o si se trataba de mi imaginación y mis hormonas de adolescente.
¿Por qué tan creída? – fue lo único que atiné a decir cuando pasaba justo al frente-. Un cliché, una frase de cajón con la que esperaba de regreso una sonrisa o un saludo. El inicio de una conversación. Pero lo que recibí fue una reprimenda: -¿Creída? –respondió con un tono altanero-. ¿Es que me conoce o somos amigos para que me diga creída? –agregó-.
El deseo de que la tierra se abra, nos trague y nos escupa al otro lado del mapa sí existe y lo conocí esa tarde. No supe qué responder y ella siguió su camino como si nada. Como cuando uno tropieza con una piedra lo suficientemente grande para hacernos trastabillar pero tan pequeña como para no darle la menor importancia. Yo fui una piedra.
Desde el otro lado del portón plegado del almacén de pinturas empezó a oírse una carcajada que se fue volviendo más fuerte (y más cruel) a medida que se asomaba Édmon, un empleado que se resguardaba, invisible, en el arco de la entrada mientras se fumaba un cigarrillo. Había sido testigo de lo patético que resultó un intento de coqueteo. Regó el cuento y al lunes siguiente yo era el motivo de burla de mecánicos, latoneros, pintores, comerciantes y demás.
Desde entonces supe que coquetear es un arte, pero no mi arte…
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