Apenas al cruzar la puerta se escucha un arsenal de groserías con acento paisa. El que las dice es el peluquero, un dominicano radicado en España, de unos 30 años, corpulento, de piel morena y tatuada, y a quien confío mi cabeza desde hace varios meses. Corta bien, con esmero y atención en los detalles. Un oficio que –dice- le aprendió a su abuelo en el patio de la casa. El local está lleno. Solo atiende a hombres. Y hay seis esperando turno.

Mientras devasta el cabello de algún cliente suele hacer imitaciones de Pablo Escobar para, seguramente, animar el rato. “¿Plata o plomo, hijue***?”, dice con una cadencia que ha aprendido de las producciones de narcos que tanto cautivan a la audiencia española. A todos en el lugar les hace gracia y se ríen. Entonces empieza una conversación en la que intervienen varias voces que opinan sobre la vida del capo (la que ven en la pantalla). Se refieren a Escobar como si fuera un personaje digno de calcar. Envidian sus lujos, sus mujeres, su personalidad y sus fechorías. “¡Qué tío tan cojonudo!”.

De pronto el peluquero recuerda que debe pagar Netflix para terminar de ver la tercera temporada de ‘Narcos’ y el tema queda ahí… Es lo que tienen las conversaciones de hombres, que se salta de un asunto a otro con facilidad.

Pero hay lugares de España en los que la fascinación por los narcos colombianos va más allá de un tema de conversación. En Bilbao, una ciudad norteña y costera, por ejemplo, hay bandas de adolescentes (“¡chavales cojonudos!”) que se hacen notar tanto por los crímenes que comenten como por la forma como se expresan mientras delinquen: las frases del Pablo Escobar de las series son su santo y seña.

“Hablan como delincuentes colombianos porque ven ‘Narcos’ y su referente es Pablo Escobar», explica un periodista local a un programa de televisión que investiga el brote de violencia juvenil en Bilbao. Justamente esa serie es la más vista de Netflix en España y la tercera a nivel mundial, después de Sherlock y Friends.

Como si no estuviéramos estigmatizados por ser colombianos, la industria del entretenimiento nos recuerda a cachetadas una historia que nos ha costado años tratar de superar.

Termina el corte. No hay reparos. Ocho euros que parecen bien invertidos en un país donde las buenas peluquerías son escasas y las malas son muy caras. Me despido con una mano en alto y un suave “hasta luego”. Al abrir la puerta, como si fuera un mal chiste contado mil veces, el peluquero dice la frase: “¿Plata o plomo, hijue***?”.

Lo último que se escucha son carcajadas. A todos les vuelve a parecer gracioso. Doy la espalda y empiezo a caminar…

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