Uno de los grandes misterios de esta crisis económica, generada por los efectos del covid-19, ha sido el mínimo impacto que ha tenido en los resultados empresariales. Si bien los indicadores de cartera deteriorada han mostrado una tendencia al alza, esta ha sido mínima comparada con las expectativas pre-crisis. De igual forma, las entradas de empresas a insolvencia en prácticamente la totalidad de los países del Mercosur se han comportado, incluso mejor, comparativamente con los períodos de pre-crisis. Entonces, en una de las mayores crisis económicas de los últimos 100 años aún no hemos visto los efectos esperados en el sector real de la economía.
Pareciera que la explicación está en las actuaciones de los distintos gobiernos tendientes a entregar la liquidez necesaria a las empresas, sistema financiero y personas naturales que ha permitido que las empresas puedan continuar haciendo frente a sus obligaciones pese a las afectaciones que puedan haber vivido producto de la pandemia. Apoyos en nómina, líneas de garantía estatal, programas de liquidez por parte de bancos centrales, planes de alivios financieros, pagos a la familias vulnerables, etc., son una parte de los paquetes que se han estructurado para aportar el oxígeno financiero necesario que permita minimizar impactos en la cadena de pagos y por tanto las temidas consecuencias que esto pudiese tener en el sistema financiero.
Lo cierto es que la estructuración de todos estos paquetes de ayuda ha terminado en un deterioro impresionante en el déficit fiscal y por tanto en los niveles de deuda pública. Ciertamente los efectos fiscales de la crisis no se han circunscrito a unos pocos meses sino que han permanecido – con menor fuerza – obligando a los distintos gobiernos a continuar incrementando sus niveles de deuda pública.
Y es que esto funciona igual que la economía de su hogar. Si usted pierde su ingreso, tiene básicamente dos alternativas en el corto plazo: bajar su costo de vida o conseguirse financiamiento mientras usted logra reinsertarse laboralmente. Los estados tienen una capacidad adicional: subir los impuestos, dado que tienen el control monopólico de los mismos. Es decir, mientras a usted no le queda otra alternativa que endeudarse o limitar su gasto familiar, el Estado tiene el derecho de incrementar los impuestos, que adicionará eventualmente un nuevo problema a su presupuesto familiar.
Creo que desde un punto de vista ético y práctico los impuestos deberían ser ajustados una vez que los gobiernos hayan hecho la tarea de reducir el gasto público y de haberse endeudado en el tope de lo prudente. Es decir, un alza de impuestos debiese ser la consecuencia de un déficit fiscal que no pudo ser ajustado por los mecanismos tradicionales, jamás al contrario.
Las alzas de impuestos ya están puestas en la agenda de los distintos países del mundo. Impuestos a los súper ricos, a las ganancias de capital, eliminación de exenciones tributarias, modificaciones al IVA, están siendo discutidas en diversos países del mundo como mecanismos impositivos que permitan cuadrar estos gruesos déficit fiscales.
Aplicar un impuesto adicional a las empresas y familias que ya la pueden estar pasando mal es un contrasentido toda vez que lo que se busca es apoyarlas, no hundirlas aún más económicamente. Paralelamente, en el medio de una gran crisis, los gobiernos deben incentivar la creación de empresas, para lo cual deben privilegiarse nuevas inversiones que entreguen nuevos empleos en estas alicaídas economías.
Entonces, ¿de dónde provendrán los nuevos recursos fiscales?
Mi impresión es que, dadas las connotaciones sociales de la actual crisis, una buena parte de los recursos seguramente vendrán de los que más tienen. En Chile le han denominado impuesto a los súper ricos mientras que en USA están proponiendo fuertes alzas de impuestos a las ganancias de capital. El problema es que los súper ricos realmente pagan muy pocos impuestos, dado que los ingresos caen en marañas empresariales y sociedades off-shore creadas precisamente para minimizar el pago de tributos.
Por tanto, como no se ven los ingresos, la simplificación a este tributo es la aplicación de un impuesto al patrimonio que opere técnicamente como una renta presuntiva. Por ejemplo, si el patrimonio de Juanito Paez es de $ 100 millones de dólares, asumir que recibe un 10 % o $ 1o millones de dólares y aplicar una tarifa del 20 % arrojaría un impuesto de $ 2 millones de dólares, es decir un impuesto equivalente del 2 % del patrimonio. Este impuesto pudiese ser extremadamente justo para quienes ocultan sus ingresos reales, y tremendamente injusto y expropiatorio para quienes realmente son sinceros en reconocer sus ingresos.
Por otra parte, como siempre ocurre, los contribuyentes buscarán alternativas para reducir este impuesto por la vía del traspaso de activos a terceros, la estructuración de marañas empresariales donde es imposible dar con el beneficiario final o estructuras off-shore donde se puedan derivar ingresos a paraísos fiscales. Es decir, este impuesto al patrimonio no será de recaudo estable, sino que, al contrario, será de recaudo decreciente en el tiempo.
En resumen, los impuestos deben ser definidos una vez que se hayan agotado todas las alternativas de recorte de gasto fiscal y después de haber alcanzado el límite de lo prudente en endeudamiento fiscal. Por otra parte, la definición de la estrategia tributaria no es tarea fácil toda vez que los impuestos pueden tener impactos muy significativos en consumo e inversión, ambas variables tremendamente importantes para salir de esta crisis, aunque todo apunta a que una buena parte de la mayor carga impositiva vendrá de tributos a los que más tienen.
Como dijo el gran filósofo inglés Thomas Hobbes: «A una justicia igualitaria le corresponde también una igualitaria aplicación de impuestos». De eso se trata.
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