No es un secreto que la mayoría de las empresas que se acogen a un proceso de insolvencia concursal terminan, con el transcurso de algunos años, en una nueva revisión del acuerdo o en una liquidación.
Las razones de lo anterior son variadas. Entre ellas, las alternativas de un concurso en Colombia o Chile son financieramente mucho más limitadas respecto de concursos que ocurren en EE. UU. Mientras en EE. UU. abundan acreedores dispuestos a otorgar nuevo financiamiento a empresas y la legislación permite una gran flexibilidad en aspectos como quitas de deuda, capitalización de acreencias, entre otras; en nuestros países pareciera que lo único que cuenta es lograr una reestructuración de acreencias lo suficientemente larga con la menor tasa de interés posible.
Y la verdad es que el esfuerzo interno del deudor por salir adelante, esto es redefinir líneas de negocios, recortes de personal, reducciones de gastos generales, cambios de administración y gobierno corporativo, parecen pasar desapercibidos en el momento de negociar un acuerdo con los acreedores.
Seguramente, muchos temas se discuten pero pocos necesariamente se cumplen. Sobre todo en gobiernos corporativos de tipo familiar donde las funciones de administración están cruzadas o relacionadas con la junta de accionistas, los problemas siempre parecen ser generados por un tercero a la empresa. Un banco que se comportó de manera poco amistosa, las tasas de interés que se fueron a las nubes, un gran fraude interno generado por un tesorero “avispado” o un cliente que decidió no volverles a comprar; hacen acotar el problema entonces fuera de la empresa, lejos de las responsabilidades de todos quienes comparten un mismo apellido.
Lo anterior es la fuente de uno de los mayores pecados corporativos: el conformismo. Ese que nos hace pensar que aquello que nos afecta, realmente está fuera de nuestro control. Ese conformismo que nos inmoviliza, porque creemos que estamos haciendo todo bien. Ese conformismo que no nos deja ver claramente los hechos que nos llevaron a una situación de crisis.
Es por ello que administraciones de corte familiar deben tener gobiernos corporativos externos, y viceversa, administraciones externas podrían tener gobiernos corporativos familiares. Esto es más fácil decirlo que hacerlo. No siempre están las voluntades de los accionistas alineadas y por tanto separar aguas entre la junta de accionistas y la administración puede ser un proyecto extremadamente difícil de concretar.
La Solución: El CRO
En momentos de crisis, parece que una solución práctica es nombrar a un ejecutivo externo que se haga cargo de la reestructuración del negocio. Un profesional con la experiencia y el conocimiento necesarios para una actividad tan estratégica para la supervivencia y viabilidad de una empresa a mediano plazo. Este cargo se denomina “Chief Restructuring Officer (CRO)” y normalmente reporta directamente a la junta de accionistas, al igual que el gerente general (o presidente ejecutivo).
La idea es que el CRO asegure la implementación del plan de turnaround (o plan de reestructuración) en coordinación con el gerente general y bajo la supervisión directa de la junta de accionistas. De esta forma, se delega la función de reestructuración del negocio en el CRO, dejando el espacio al gerente general y toda la administración de la empresa para que continúen desarrollando el negocio principal de la empresa, evitando el colapso que generan sostener ambas funciones normalmente en el presidente ejecutivo.
El puesto de CRO normalmente está vigente por un período de 18-24 meses hasta que se concluya la implementación del plan de reestructuración. Después de este plazo se entiende que los cambios ya fueron implementados y deben rendir sus frutos.
De esta forma, no solamente los accionistas, sino también los acreedores, se aseguran de que existe un claro responsable de la ejecución del plan de reestructuración, quien normalmente tiene dentro de sus funciones el reportar frecuentemente sus avances como su cumplimiento.
Santo Remedio.
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