Decía E.J. Dionne,columnista de The Washintong Post: «Los ciudadanos, en cuyo nombre se está matando a alguien, tienen el derecho a saber cómo y con qué se les mata». Esto a propósito del debate sobre los procedimientos para aplicar la pena de muerte en Estados Unidos. En nuestro caso me permito extrapolar la frase de Dionne para demandarle a nuestra «clase política», entiéndase tradicional, que dé cuenta del tipo de sustancia que nos aplica y cómo nos mata lentamente. Tenemos ese derecho.
Todo el país está pendiente de lo que ocurra con las FARC en la Habana o en el territorio nacional. Muchos todavía añoran, según las encuestas que dan ventaja al candidato del uribismo, los tiempos en los que solo había espacio para la acción militar. Estamos inmersos en el debate de la guerra, si resolverla, en parte, a través de la paz o intensificarla con más guerra. Ese criterio determina la intención de voto en la contienda electoral.
Sin embargo, existe un cóctel letal que se le aplica a la sociedad colombiana constante e irremediablemente y que nos mata, mata la institucionalidad, envenena la democracia, nos ahoga en un barbitúrico inyectado por esa tristemente célebre clase política tradicional. La vistosidad de la guerra solapa la letalidad de la política mal ejercida. Al igual que a un reo del corredor de la muerte, a Colombia le expira su exigua salud democrática entre la guerra sucia de los equipos de campaña de Santos y Zuluaga por un lado, y la ética flexible del resto por el otro, en particular de Gustavo Petro. Este último ha comprobado una vez más la «geometría variable» de sus criterios para relaciones y pactos con derecha e izquierda, indistintamente según el momento, y según le convenga.
Tanto una cosa como la otra hacen mella en algo fundamental de la institucionalidad de un país democrático, la legitimidad, aquella que esa clase política históricamente ha mirado con desprecio. Más que la guerra entre combatientes, la otra guerra, la de políticos que no entienden de reglas ni de lealtades, ataca lo que queda del sistema político colombiano y lo lanza al borde del ridículo. Santos, Uribe, Petro o Peñalosa, Pastrana o Gaviria (César) y un largo etcétera de líderes que acostumbraron al país a verles juntos, y separados, un día entre odios y otro entre amores.
La sensación que queda en la gente es que tanto pragmatismo hace trizas los valores con los cuales enarbolan sus banderas, el voto de cada ciudadano queda sujeto más allá de un programa a los avatares de la coyuntura y a las negociaciones entre los caudillos. Algo tan importante en la política como es la palabra queda vacía, con el único valor circense de llenar las páginas de los periódicos con las retahílas de unos y otros mientras el lector ríe sabiendo que mañana dirán otra cosa.
Esa actitud des-constituye el Estado de Derecho. Así las cosas urge renovar el pacto social pero no a partir del caudillismo que tanto daño nos ha hecho a lo largo de nuestra historia sino a través de la aplicación radical de un proceso constituyente. Efectivamente, constituir, palabra que viene de la raíz latina constituiré, que significa crear, establecer, fundar algo conjuntamente con otros, es nuestra tarea urgente para frenar la des-constitución de Colombia. Comparto este planteamiento extraído de un texto del profesor Gerardo Pisarello a cerca de los procesos constituyentes. Parafrasea acertadamente la metáfora de Walter Benjamin de ponerle el «freno a la locomotora desbocada» que centraliza el poder en detrimento de los derechos sociales. ¿Cómo le ponemos freno a nuestra peligrosa locomotora?
Muchos piensan que a través de un proceso de paz, otros que con mano dura, unos cuantos llamando a una Asamblea Nacional Constituyente. Sin embargo, nada de esto tiene sentido sin neutralizar los caudillismos, el personalismo de la política nacional, las figuras mesiánicas, y al tiempo aplicar la soberanía popular desde los movimientos sociales y el constituyente primario. Más horizontalidad a los movimientos políticos, menos protagonismo al dirigente y toda la atención al sujeto colectivo. Por eso, aunque no tengo duda de que el peligro inicial y mal de todos los males es la clase política y la forma impune como la ejercen en Colombia, no creo en que la salida sea una Asamblea Constituyente a priori sino un proceso constituyente que permita construir en torno suyo, y vuelvo a citar a Pisarello, una comunidad política decidida a fundar y establecer un nuevo pacto social.
Por el momento, lo mínimo es que esa dirigencia que ahora, a pesar nuestro tenemos nos deje saber el tipo de barbitúrico que nos aplican porque tenemos derecho a saber políticamente como nos están matando.