Colombia no sólo nos ha dejado millones de muertos y desplazados en los últimos cincuenta años de despropósitos, también dejó un goteo incesante de exiliados que salieron casi siempre con lo puesto para intentar comenzar de cero. Mientras el éxodo se hizo imparable, el país aturdido fijó la mirada en su propio ombligo. En el imaginario colectivo quedó instalado el rumor de que la gente se fue invadida por cobardía en el mejor de los casos, pero mayoritariamente movidos por una codicia pueril. En cambio quienes han estudiado el fenómeno migratorio coinciden en definir el proceso como un genuino acto de rebeldía, de aquellos que no aceptaron un destino infeliz o una muerte súbita y prefirieron aventurarse a un mundo lleno de incertidumbres y soledades.

Paulatinamente al café, las flores, el carbón o la cocaína se sumaron los migrantes como principal insumo de exportación. De ellos, mano de obra servicial y barata, como de cualquier otra mercadería el Estado se olvidó; un olvido parcial puesto que la mano siempre estuvo extendida para recibir la remesa que se convirtió en el nada despreciable  4 % del PIB durante los últimos 14 años.

La diáspora por el contrario no olvidó. Se llevó un trozo del país y lo diseminó por todos los rincones del planeta. Se llevaron las banderas que pululan en los estadios y carreras ciclísticas, en las homilías del Vaticano y en las fiestas patrias de los Estados Unidos, Francia o España. El mundial de fútbol hizo emerger un patrioterismo superficialmente  homogéneo. Si solo se tratara de ese nacionalismo fácil, la “colombianidad” sería un concepto basado en aventureros que quisieron salir a conocer el mundo para regresar cultos a su terruño. Nada más alejado de la realidad, en la misma mochila donde se llevaron el folklore, la diáspora colombiana se llevó las heridas del conflicto que le desplazó; se llevó las miradas de reojo al paisano, las intrigas ideológicas posteriores a una frase mal dicha o malinterpretada, los descalificativos que salen con ligereza como “paraco”, “guerrillo” o “narco”. Señalamientos lanzados entre murmullos en la época en la que Álvaro Uribe convirtió los consulados en centros de inteligencia para controlar a los “enemigos del Estado”.

Los sicarios se internacionalizaron con la misma velocidad con la que las oficinas de cobro del narcotráfico abrieron sucursales en diferentes puntos del extranjero. El exilio para quienes salieron a causa del conflicto dejo de ser eso, una salida, para convertirse en una peligrosa encrucijada. No sólo se trataba de resguardarse de las violencias propias sino además hacerle el quite a la xenofobia y el racismo, a la trata y a la servidumbre maquillada en el eufemismo de “servicio doméstico”. Gente que en Colombia era ciudadana terminó siendo paria, gente que alguna vez tuvo un prestigio y una raíz se convirtió en fantasma, sin papeles no hay derechos, sin derechos se es clandestino.

Lánguida fue y sigue siendo la respuesta del Estado, todavía pesan más las relaciones diplomáticas de alto nivel que los intereses de 6 millones de ciudadanos y ciudadanas colombianas en el exterior, por eso no es extraño el apoyo masivo de la gente a una iglesia que hace política usurpando las funciones que el Estado abandonó.

El exilio ha sido algo más que una desbandada. La condición compartida de inmigrante obligó a que víctimas de un lado y otro se reconocieran en una misma categoría, desprovisto de estratificación e ideología. Todos sin excepción han sido vistos con el sesgo del que mira con el prisma del “primer mundo”, todos sin excepción son catalogados por las leyes de extranjería como individuos de segunda clase. En esa inferioridad no sólo se diluyen los prejuicios de origen sino que se puede reflexionar con más sosiego sobre la Colombia que se observa desde la distancia, eso es una gran valía.

No sólo es una deuda la que Colombia tiene con su diáspora, es además la posibilidad de una reparación y un retorno la que obliga a la insurgencia y al gobierno colombiano a escuchar el relato de las personas migradas y exiliadas en su condición de víctimas. En ese trozo de país que se encuentra en el exterior existe un trozo de perdón necesario para la reconciliación integral de Colombia y una oportunidad para que la experiencia acumulada en aquella travesía nutra un país que necesita urgentemente refundarse.

 @jc_villamizar