Puede que no se note demasiado entre las noticias escabrosas de bandidos (con cuello blanco o sin él) y las banalidades con las que nos bombardean la cabeza desde los grandes medios, pero el hartazgo de la gente con la política, en todas sus manifestaciones es generalizado y profundo. Es un divorcio en ciernes, la gente va para un lado y las instituciones, desbocadas por la conducción de la clase política tradicional, por el otro.
Si no tuviésemos un conflicto armado, la gente tendría la suficiente libertad para plantarle cara al régimen como lo está haciendo la sociedad española a través de los movimientos políticos emergentes. Un golpe de mano al establecimiento y la determinación de promover una revolución ciudadana desde abajo, desde arriba y desde todos los costados.
No ha sido el peso implacable de la justicia el que ha caído sobre Rodrigo Rato y Miguel Blesa, directivos de una de las Cajas de Ahorro más importante de España, ha sido el peso implacable de la opinión pública que ha salido rabiosa, por el atropello descarado del sistema, a demandar una actuación ejemplar sobre aquellos banqueros intocables. Al juez instructor no le ha quedado más remedio que proceder con unas fianzas millonarias y la sentencia anticipada de la sociedad que los señala y les emite una condena moral.
No es un caso aislado ni ajeno a la realidad colombiana. Y es que llegó un momento en la historia reciente del país en el que esos banqueros y empresarios, terratenientes y finqueros, muchos de ellos con ejércitos privados se convirtieron en vividores y al tiempo gestores de lo público, juez y parte de un negocio que no tiene pierde. Mientras el estado artrítico y carcomido por la corrupción se sumergía en los lodazales de un conflicto armado interno, esa mezcla parasitaria y caciquil se llenaba los bolsillos en la contratación pública, con la minería extractiva e ilegal, con la usurpación de territorios y sobre todo con el negocio del narcotráfico.
A la Izquierda, por su parte, le ha tocado esquivar las balas cuando ha podido o dedicarse a enterrar a sus muertos. Pero cuando ha tenido la oportunidad de mitigar el desafuero de la oligarquía colombiana (no es un mito ni una realidad apostilla a los labios de Gaitán, la oligarquía no sólo es vigente sino saludable) se ha dedicado a avivar sus divisiones y abonar las condiciones de una gran celada. Básicamente la Derecha ha estado a la altura de sus mezquindades y la Izquierda no ha estado a la altura de sus responsabilidades.
Una oportunidad:
El colofón de fondo en Colombia no es el conflicto armado ni su negociación política, es el agotamiento de un régimen y la caducidad del pacto social (si alguna vez lo hubo) que fundamenta nuestra unidad nacional y territorial. Colombia, a pesar del barniz de modernidad que nos dejen las cifras y la habilidosa labor de la tecnocracia, es un país profundamente atrasado socialmente. Casi que en todo existe una deuda por saldar, en desigualdad, en lucha contra la miseria, en el reconocimiento de los derechos de la tierra y del medio-ambiente, en políticas de género o en la laicidad del Estado e incluso en derechos tan básicos como el de la vida. Hemos sido anacrónicos y provincianos por antonomasia.
Por eso, la importancia de un proceso de negociación con la insurgencia, no radica tanto en la superación del uso de la violencia para dirimir un conflicto, puesto que ahí nos quedan las Bacrim y ese sector excesivamente belicoso de las Fuerzas Militares, díscolo al mandato del Gobierno Nacional, sino en la posibilidad de renovar el pacto social y las formas de hacer y entender la política. En países donde no existe un conflicto armado ese debate se asume directamente en la movilización social, en la reforma constitucional y en la contienda electoral. En nuestro caso el punto de partida es un proceso de negociación con la insurgencia.
Un amigo muy lúcido de la vieja escuela (que los hay) me dio las claves de éste importante momento del país, y son dos. Una, la clase política que ha definido el rumbo de Colombia durante los últimos 25 años tiene dos tareas a desarrollar: la primera es entregarnos un país sin guerra, lo que no es lo mismo que un país en paz. Y lo segundo es la obligación de diseñar una pistola, en palabras textuales de mi querido amigo, con la cual se perpetren un suicidio histórico. Una salida honorable a los despropósitos en los que nos metieron durante el último cuarto de siglo.
La segunda clave, radica en el reto ya no de superar la violencia sino de lograr la reconciliación. Pero no puede ser cualquier reconciliación, debe ser una reconciliación cargada de contenido. Sobre las ruinas de la vieja institucionalidad se requiere democratizar el poder para recuperar la felicidad, como objetivo último de la actividad política, el “bien común”. Subyace la necesidad de una revolución ciudadana que radicalice los valores democráticos, que entienda el poder acompañado de la posibilidad real de revocarlo cuando las mayorías libres así lo demanden, promover los liderazgos, como le leí a Juan Carlos Monedero a cerca del proceso de Podemos, para “mandar, obedeciendo”. Construir un nuevo orden social con valores que permitan a la gente el derecho a ilusionarse y vivir dignamente.
En resumidas cuentas, nuestro reto no es cambiarlo todo a secas, sino evitar aquella premisa lampedusiana de cambiarlo todo para que todo siga igual.
@jc_villamizar