El momento no podía ser más dramático. El profesor Correa de Andreis, ilustre hijo del Caribe, académico, defensor de derechos humanos, se encuentra frente a su victimario quien acaba de asesinar de un disparo al escolta que le habían asignado para su protección. Correa de Andreis, según los testigos, alcanza a decirle al sicario ¡Ey loco, no dispares!, antes de que el hombre apretara el gatillo contra la humanidad del profesor que cae acribillado.
No era la primera vez, había pasado antes de Andreis y volvió a pasar después cientos y miles de veces. Pasó hace unas semanas en Cartagena contra la dirigente de la Unión Patriótica Imelda Daza, pasó contra los indígenas del paro agrario en el Cauca, pasa contra la gente normal y corriente, simplemente pasa desde aquel momento en el que se descubrió que eliminar físicamente al adversario resultaba más sencillo que convencerlo. Es un fenómeno de absoluta holgazanería mental. Desde los tiempos remotos de nuestra república la bala le tomó ventaja a la palabra, lo paradójico de ese desbarajuste es que quien promovió las guerras civiles del siglo XIX, los conflictos agrarios y campesinos de la primera mitad del siglo XX y finalmente el conflicto armado que esperamos dar por terminado en estas primeras décadas del siglo XXI fueron las élites políticas colombianas. Paradójico porque quien se dedicó al ejercicio del poder prefirió la violencia que la palabra para mantenerlo, fueron los artífices de una conducta demencial y colectiva a la que hoy intentamos poner fin.
La bala entra en la recámara, se acciona el gatillo y el martillazo activa la ojiva que sale del cañón directo a su objetivo, elimina en segundos al opositor. La palabra puede tener el mismo poder y el mismo efecto, pero no elimina al opositor sino que anula su argumento, neutraliza su intención, desbarata el fundamento. Para accionar el arma sólo se necesita una dosis alta de cobardía, para accionar la palabra se necesita el toque sereno de la inteligencia. Es eso lo que le faltó sistemáticamente a nuestra clase política, inteligencia para persuadir, argumentos para movilizar, ideas para llegar al poder, y la única vía que les quedó fue promover el caos y atizar los odios. La clase política colombiana ha sido responsable directa de nuestra deriva desde aquel 25 de septiembre de 1828 cuando sus adversarios políticos atentaron contra el libertador Simón Bolívar en Bogotá.
Es importante advertir sobre esta relación perversa entre política y violencia para entender la urgencia de devolverle el valor a la palabra. Es cierto, se requiere un alto sentido de la desfachatez para salir ante la opinión pública a decir una cosa cuando antes se ha hecho otra, a negar lo que todo el mundo sabe, a convencer a la gente de algo que no es así, que se sabe que no es así y que aún así lo siguen defendiendo. Eso es lo que vemos todos los días en los medios de comunicación. La opinión generalizada de la sociedad colombiana es que los políticos se dedican a desarrollar la destreza de la mentira perfecta o de las verdades a medias, que su palabra no vale un peso pero sus principios sí y están a la venta al mejor postor.
El problema de todo esto es que Colombia se embarcó en una negociación para acabar el conflicto armado y tramitar los conflictos por vía exclusiva de la política, es decir, queremos transitar hacia algo en lo que no creemos. Nadie cree en la política porque se instauró la noción colectiva de que la palabra es vacía y el discurso embustero. Dicho esto a todos se nos ocurre pensar con el ceño fruncido en la negociación de La Habana, en el Congreso de la República, en nuestros encorbatados representantes que en campaña dicen una cosa y en el poder hacen otra, y razones hay para todo ello. Pero nadie se da por interpelado, nadie asume su parte del problema, ninguno de ustedes se ha puesto a pensar cuál ha sido el grado de culpa en la muerte del profesor Correa de Andreis y el resto de las 220 mil víctimas de nuestros odios. No se trata sólo de apretar el gatillo, se trata de acompañar al asesino con nuestro silencio y al instigador con nuestro voto. No se trata sólo de exigir que se cumpla con un acuerdo en La Habana, se trata además de cumplir con la palabra dada, se trata de hablar con fundamento en nuestra cotidianidad, de hablar claro y directo, de decir lo que se piensa, de pensar antes de hablar justamente para hablar y asumir la responsabilidad de la palabra dicha.
El profesor Correa de Andreis intentó hasta el último segundo de su vida redimir al hombre, lo hizo con quien le apuntaba con el arma, de todas las opciones que uno puede tomar en un acto desesperado, de cerrar los ojos e intentar hacer un escudo infructuoso con las manos, de correr o de lanzarse al cuerpo del asesino, el profesor escogió la palabra para neutralizar la intención del atacante, fue una decisión coherente y ética, heroica y aleccionadora que debe ser rescatada por la sociedad colombiana.
Un grupo de estudiantes y profesores de la Universidad del Magdalena conformaron la asociación Alfredo Correa de Andreis y encararon un debate profundo contra la corrupción de la Universidad, con sus palabras y un debate valiente en el Congreso de la República desmontaron temporalmente la maquinaria de clientelismo que enreda a la administración de ese centro académico. Un grupo de amigos nos embarcamos en una cruzada por devolver el poder de la palabra. Cientos de estudiantes en la Universidad Simón Bolívar de Cúcuta se reúnen atenta y masivamente un viernes antes del partido de la Selección Colombia a reflexionar sobre su papel en la transición que vive el país. Hay muchos ejemplos más que nos indican que la palabra no murió cuando mataron al profe Correa de Andreis, la palabra se eternizó con su coherencia y se incubó en todos los que nos resistimos a que desaparezca.
Aún queda mucha gente convencida de poder rescatar la política de las garras nauseabundas de politiqueros y leguleyos, esa es la tarea de nuestra generación en el post acuerdo.
Por
@jc_villamizar