Un par de horas antes del tercer encierro en la plaza de toros de la Santamaria, en el café El Virrey del hotel Tequendama, unas muchachas, mulatas ellas, se acicalan en una esquina del café. Una le pone a la otra mantilla y peineta y queda con un tufo de señorita andaluza en las procesiones de las fiestas de Sevilla. Una más va pasando como un bólido, mientras se nos enfría el café y atónitos presenciamos la puesta en escena, y va incrustando banderitas de España en cada una de las mesas. Un minuto más tarde las franjas españolas (roja-amarilla-roja) inundan todo el salón. Como colofón dos meseros ataviados con sombreros cordobeses al estilo Paquirrín, cuelgan a trompicones una cabeza de un toro medio cimarrón, de aquellas disecadas que están en los bares contiguos a la plaza de toros de las Ventas en Madrid, o que sobreviven en algún cuchitril del centro de Bogotá.
Sí señores, ahí estábamos de un momento a otro en medio de una emulación chambona de un tablao flamenco, y que si no fuera por la seriedad de los metres habría sido una parodia salida de alguna película de Cantinflas. Pero no, era de verdad, lo hacen de verdad, las chicas se movían con gracia, casi de manera pretenciosa como una “bailaora”. Ninguno de ellos sabía dónde quedaba exactamente Sevilla, ni Andalucía, ni habían escuchado el flamenco ni las sevillanas, ni habían comido butifarras (las de allá), ni malagueñas, ni chipirones, ni sardinas a la brasa. Todos preparaban ese circo para los taurinos que llegarían a comer primero para irse después a la corrida en La Santamaría.
Cuando salíamos iban entrando los comensales, para tranquilidad de los camareros, estos también venían disfrazados, de jinetes, como aquellos que salen de los señoríos a cazar jabalíes en las monterías anuales, no en Chía ni en Cota sino en una lejana Andalucía de la que aparentan proceder. Cuando entraron al restaurante se convirtió la escena en el viejo ritual entre siervo y amo que trajeron los españoles junto con los toros, el castellano y la viruela. Este es un ejemplo del trasfondo de las corridas de toros en Bogotá.
No se trata exclusivamente de la moralidad en torno al animal, es la defensa que algunos intelectuales colombianos pretenden hacer de una expresión cultural que revive la hispanidad más racista y excluyente de finales del siglo XIX y principios del XX. No hablo de la hispanidad que dibujó Diego de Rivera en los murales de Ciudad de México o en los versos del poeta Porfirio Barba Jacob, qué más querría yo que fuera esa. Es la otra, la que le permite a Antonio Caballero tratarnos de ignorantes, la que corre por sus venas de aristócrata y que viene desde la época de Rafael Nuñez y Miguel Antonio Caro con su cuento de la restauración. Los toros en Bogotá y la liturgia que los envuelve son el anhelo retardatario de volver a la “Atenas Suramericana”, las corridas son un lánguido respiro de la rancia aristocracia del altiplano.
Son los toros un síndrome, el síndrome de llevar al amo adentro como lo diría Estanislao Zuleta. La hispanidad castellana se inculcó en el altiplano cundiboyacense cuando los indios sometidos se convirtieron en siervos e interiorizaron al amo, asimilaron sus costumbres, se avergonzaron de sus ancestros y olvidaron su abolengo para vivir anhelando el del otro. La cultura de la tauromaquia es la re-edición de todo ello, es la imposición de esa vieja cultura dominante, colonial y clasista.
Si cabe el ahínco en la defensa de una causa cultural es en la de defender la tradición popular que se forjó en la resistencia, la de los negros esclavos que nunca quisieron ser como sus amos, que aprendieron a rechazarlos en silencio y a tomar distancia de su látigo. Pervivió a pesar de los esfuerzos que Nuñez y Caro hicieron por extirparla de la sociedad castiza y blanca colombiana. Esas culturas insurgentes vinieron también de otras partes, pero vinieron con quienes fueron despojados de sus memorias, creencias y tierras, es una cultura del desarraigo que nos pertenece más que la cultura de los toros.
Toda esta parafernalia alrededor de la tauromaquia en Colombia es una suerte de reivindicación masónico-hispánica, sólo falta ver quiénes vienen a la plaza, no son los viejos como mi padre al que ya no le queda el tiempo suficiente para cambiar de parecer sobre sus gustos y convicciones. Son los jovencitos del norte, los hijos de papi y mami que aborrecen mezclarse con el “indio patirrajado” de la Perseverancia y que por ello llegan con sus atuendos y sus caras llenas de asco. Los mismos hijos de quienes siempre quisieron y quieren seguir siendo amos.
Son esas dos hispanidades las que nos jugamos en la defensa o en el rechazo de la tauromaquia. Por mi parte me siento más cercano a aquellas muchachas, bendecidas con ese swing caribeño que invadió alegremente los rincones de El Virrey hasta aquel esperpento ibérico, al fin y al cabo lo que representan ellas es la esencia que la constitución del 91 dejó florecer, llena de una exquisita y colorida diversidad.
@jc_villamizar