Hace poco un amigo me decía —Gus, ven explícame, yo sé que ustedes los paisas quieren mucho a todo lo de su región, pero ¿cómo es eso que resultaste siendo hincha del Cali? ¡Eso sí es muy raro! — Buena pregunta, no supe qué contestarle. Después de mucho pensarlo, creo que encontré la razón o más bien las razones, déjenme que les cuente.
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El fútbol, un juego lleno de emoción, pasiones y sorpresas. Tomada de Giero Saaski en Unsplash.
Nací en los albores de la década de los sesenta en Medellín, de padres antioqueños. Mi papá era aficionado al fútbol, le gustaba ser portero, hincha del Deportivo Independiente Medellín, el Poderoso DIM; en cambio, mi mamá, seguidora del Atlético Nacional, al igual que todos sus hermanos. En aquellos años, el Medellín tenía dos estrellas y el Nacional una, así que el equipo “débil y sufrido” era el verdolaga. Mi papá me llevaba con alguna frecuencia al estadio, aquello era muy emocionante, el ambiente, la felicidad de la gente era contagiosa antes y durante el partido, el saludo con algún conocido, los gritos y suspiros masivos por una jugada de peligro, en fin. Era curioso ver como algunos iban vestidos de saco y sombrero.
El equipo de moda en aquel momento era la Amenaza Verde, el Glorioso Deportivo Cali como lo llamaría Pardo Llada, pues en aquella década se ganó los campeonatos de 1965, 1967, 1969 y 1970, robándose los titulares de revistas y periódicos. Escuchábamos los emotivos partidos por la radio, los locutores con sus fantásticas narraciones nos ponían a volar la imaginación; yo “veía” las estiradas de Centurión o de Toledo, los rápidos avances del “Tranvía” Desiderio, de Iroldo y los potentes disparos de “Gallegol”, Jorge Ramírez Gallego, todos jugadores del Cali. Esos nombres y ápodos se me quedaron grabados, al igual que otros que parecían formar parte de una granja o de un zoológico, para la muestra un botón: el “Toro” Tamayo, la “Mosca” Caicedo, el “Burrito” González, el “Camello” Soto, el “Pescadito” Calero, la “Rata” Gallego, la “Coneja” Acosta, y otros más. Luego los “conocí” gracias a revistas que compraba mi papá, como “VEA Deportes” y “Deporte Gráfico”.
Un recuerdo del mundial
Viéndolo bien, hay recuerdos que se te quedan grabados por siempre y uno de ellos fue un poco antes de la Copa Mundo del 66. Sobre una pequeña mesa había una de aquellas revistas deportivas, me acerqué, empecé a ojearla, mostraba a los equipos y a sus figuras. Vi una selección que me impactó, por su postura seria y elegante, su uniforme sencillo pero sobrio, camiseta blanca, pantaloneta negra, medias blancas y guayos negros, ¡impecables! Afanado llamé a mi papá y le pregunté:
—¿Cómo se llama este equipo? —se acercó, me miró sonriendo, notó mi ansiedad. Él había estudiado Artes Plásticas en el Instituto de Bellas Artes de Medellín, era también aficionado al canto, así conocí lo que eran las partituras, a veces se presentaba en los Radio Teatros de la ciudad. De esta manera sabía cómo tomar postura, entonar su voz y ponerle emoción a su respuesta.
—Es la selección de… —hizo una pausa, yo lo miraba intrigado, con voz solemne pronunció —…la selección de Alemania Federal —y aplaudió.
Se arrodilló, empezó a leer los nombres de cada jugador y a señalarlos: Tilkowski, Schillenger, Haller, Beckenbauer, Overath, y la máxima figura Uwe Seeler. De ahí en adelante me volví fanático de ese equipo, le preguntaba cómo había quedado, le pedía que me leyera las notas de las revistas o de los periódicos, yo aún no sabía leer. Ese mundial terminó con un escandaloso “gol fantasma” que perjudicó a mi equipo favorito en la final contra Inglaterra, sin embargo, me emocionó mucho que quedaran subcampeones… ¡no me había equivocado en mi elección! Me volví su seguidor incondicional, yo salía a jugar pelota con mis amiguitos de la cuadra o con mis primos, me ponía una camiseta blanca. Camiseta que, por cierto, después de cada partido volvía vuelta nada, sucia por los pelotazos y de secarme el sudor. Lo único que decía mi mamá al verme era:
—¡No mijo! Cómo se le ocurre ponerse precisamente esa camiseta para jugar fútbol, ¡una camiseta blanca! —y reía con disimulo con mi ocurrencia.
Ella me vio tan ilusionado, que un día se apareció con una camiseta blanca, con los ribetes del cuello y de las mangas de color negro, no se imaginan cuál fue mi dicha. Me la ponía para los partidos “importantes”, la lucía sacando pecho y me sentía todo un crack alemán, ja, ja, ja.
Jugadores y equipos favoritos
Mi papá me contaba historias del fútbol, por ejemplo, de las espectaculares atajadas de la “Araña Negra”, el arquero ruso Lev Yashin. O de las voladas del español Ricardo Zamora, el “Divino”. Claro, también de los colombianos Gabriel Ochoa y el “Caimán” Sánchez, quien fue figura del Poderoso. Aunque su favorito era otro, les cuento. Una vez, muy entusiasmado me llevó al estadio a ver jugar un partido entre el DIM y el Millonarios, y allí apareció nada más y nada menos que el gran Amadeo Carrizo, salió a la cancha con gorra irlandesa, guantes y el uniforme completamente negro. Todo el público estaba expectante de sus atrevidas actuaciones, pues cabeceaba y salía del área jugando, cosa extraña en aquellos años cuando generalmente los porteros se quedaban bajo los tres palos. Lo aclamaban, era un ídolo, lo disfrutaban.
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Portero volando. Tomada de Vidar Nordli-Mathisen en Unsplash.
Como buen aficionado al fútbol, “Don Gustavo”, hablaba emotivamente de jugadores, muchos de ellos argentinos con nombres extraños, quizás por eso los recuerdo. Por ejemplo, Omar Orestes Corbatta, —hum, cómo que un jugador se llama igual a una prenda de vestir, ¡corbata! Ramacciotti, —me sonaba como a racimo de plátanos. Centurión, —pensaba en un guardia romano de Semana Santa, de los que se balancean de un lado a otro cuando lo llevan cargado en una procesión, todo tieso ji ji ji. De algo que le fascinaba hablar era del mejor equipo que había visto jugar en su vida: el Ballet Azul, encabezado por Adolfo Pedernera, Néstor Raúl Rossi, Di Stéfano, el “Cobo” Zuluaga. No hay palabras para describir lo que sentía al contarlo. Ah, igual era cuando hablaba del “Charro” Moreno y del equipo que le dio el primer campeonato al Medellín.
Viendo un partido del Cali en el estadio Atanasio Girardot
Un día en casa, en presencia de un tío que ya era mayor de edad, le pedí a mi papá que cuando el Deportivo Cali jugara en Medellín me llevara al estadio, él me dijo que sí, que por supuesto. A propósito, a mi tío le gustaba mucho el fútbol y era hincha del Nacional, además, él jugaba maravillosamente bien, era brillante. Por esa época, por su trabajo, a mí papá le tocaba viajar frecuentemente por diversas regiones del país, así que las idas al estadio se redujeron. Si mal no estoy, todos los partidos se jugaban los domingos a la misma hora, 3:30 p. m. Había torneo apertura y finalización, y un solo campeón en el año, participaban un total de catorce equipos.
En una ocasión mi tío le dijo a mi papá que el equipo que me gustaba jugaría muy pronto en el Atanasio Girardot, que él con gusto me llevaba. Mi papá se lo agradeció y estuvo de acuerdo, y ¡yo también! Cuadraron lo de las boletas, pasajes y demás. La semana se me hizo eterna, la noche del sábado prácticamente no dormí, me levanté muy temprano, desde el día anterior había separado mi ropa. A las diez de la mañana yo ya estaba listo, bañado, peinado y desayunado; la ansiedad y la felicidad eran más grandes que yo.
Nos fuimos al estadio, allí estuvimos. Ingresamos, la gente estaba feliz. Salieron los equipos, los vimos desfilar, uno de verde y blanco y el otro de rojo. A mí me parecieron algo extraños. Le dije a mi tío que ese no era el equipo que me gustaba, y me contestó:
—Mono, tranquilo. Ese sí es el equipo, lo que pasa es que en vivo se ve distinto a como uno los atisba en los periódicos y revistas. Y hoy vienen con otro uniforme. Mira, ¡ya va a empezar!
No le respondí nada, me fijé bien, pero ninguno se parecía físicamente a los que tenía en mi mente. Quedé insatisfecho con lo que estaba pasando, me quedé con una espinita, solo me dediqué a ver el partido, eso sí, mi tío se lo gozaba de lo lindo, pues estaba viendo a su Nacional del alma.
Tan pronto llegué a casa corrí a buscar las revistas y efectivamente no me había equivocado, los jugadores de mi equipo tenían el rostro y contextura física diferente. Encontré los otros dos equipos en las publicaciones deportivas y le pedí a mi mamá que me leyera cómo se llamaban:
—Este es el América de Cali y viste todo de rojo, por eso le dicen los diablos rojos —y me enseñó también el escudo en la camiseta —y este otro de verde y blanco, es el Atlético Nacional, tiene el mismo uniforme de tu Cali.
Ni rabia me dio con mi tío. Mas bien me alegré, porque, al fin y al cabo, yo tenía razón: ninguno de los dos era el equipo que me agradaba; eso sí, solo logró que me gustara más. Con el tiempo me enteré de que a partir de 1970 el Nacional había cambiado su camiseta verde por la de rayas blancas y verdes.
Un viaje a la Sultana del Valle
Unos años después, ya estando yo en segundo de primaria, o sea, ya me defendía leyendo, mis padres me llamaron y en la salita de la casa me dieron una noticia:
—Tu papá tiene planeado un viaje a Cali por cuatro días —los miré interesado —hemos estado hablando y por ser tan juicioso en la casa y en el colegio, hemos decidido que lo acompañes.
—¿Y las clases del colegio? —fue lo primero que se me ocurrió preguntarles.
—Tranquilo ya hablamos con la señorita Alicia, la directora, y puedes desatrasarte después, ya le pedimos permiso. No te preocupes —me dijo sonriendo mamá, mi papá tenía una cara de satisfacción. Corrí y los abracé, mi alegría era inmensa.
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El equipaje de viaje, y de sueños. Tomada de Emanuela Picone en Unsplash y de Pixabay.
Los días parecían interminables, hasta que llegó la hora del viaje. Mi mamá me empacó una maletica, me la entregó y me dijo —“Mijo, muy juicioso, como siempre. Hágale caso a su papá.” — Me estrechó entre sus brazos, y me echó la bendición. Salimos en bus por la noche. Tempranito mi papá me despertó, ya había amanecido, me espabilé, me contó que pronto pasaríamos por Cartago rumbo a Cali, mientras me señalaba el paisaje. Transitábamos entre montañas, de repente empezamos a bajar y el horizonte se abrió. ¡Oh por Dios! Allí estaba el valle inmenso, todo era plano, pero plano, nunca había visto algo así, parecía el mar de lo grande que era, a lo lejos se divisaba monumental la cordillera. ¡Qué paisaje tan bonito! Después atravesamos interminables plantaciones de caña de azúcar.
No olvido que uno de esos días fuimos a Palmira y montamos en el transporte tradicional de la región, la Victoria, una carroza tirada por caballos, yo feliz, no creía en nadie. También, recuerdo que por donde pasábamos se escuchaba con frecuencia la canción “Palmira Señorial”, reciente lanzamiento de la Billo´s Caracas Boys, era el año de 1970.
En el hotel nos contaron que en las calles de la ciudad a veces uno se podía encontrar con los jugadores del Cali. Me entusiasmé, imaginaba tropezarme con Desiderio, Olmedo o con Zape. Los días pasaron, no vi a nadie y perdí el interés. Llegó el día de regresarnos, un domingo, antes de dejar el hotel mi papá me dijo:
—Puno, me contaron de un sitio donde podemos comprar los recuerdos del Valle para llevarle a la familia, acompáñame — yo asentí.
Así que salimos hacia el barrio que le indicaron a mi padre. En el camino me antojé de un algodón de azúcar, me lo compró, avanzamos, giramos en una esquina y de repente ahí estaba, frente a mí, inmenso y majestuoso: ¡el estadio Pascual Guerrero! Mi papá me llevaba de su mano y sonreía, se agachó poniéndose a mi altura, me miró y suavemente sacó algo de su bolsillo, me mostró un sobre, al abrirlo aparecieron dos boletos, leí lo que decían, eran dos entradas para el partido. No me lo van a creer, el equipo que jugaba ese día era el Cali, ¡el Cali! No salía de mi asombro, temblaba, la emoción me podía más.
—¿Vamos a entrar? —le pregunté incrédulo.
—¡Sí, claro! Vamos ya, ingresemos. Lleva las boletas —me respondió animadamente. Yo me le colgué del cuello. No había en la tierra un ser más feliz que yo.
No se alcanzan a imaginar cómo gocé de aquel momento, la gente en las tribunas, la forma del estadio, la salida de los equipos; me fijaba en todo y le mostraba a mi papá, me le pegaba de su brazo y señalaba. Y lo mejor, el Cali ganó 4-1, creo que al Once Caldas.
Aquí entre nos, en la familia este viaje se convirtió en una divertida anécdota, algunos decían —Cómo les parece, que Gustavo fue a Cali única y exclusivamente para que Gustavito viera un partido de fútbol. Qué tan pinchao ¿no? —Otros — ¿Cómo que llevaron al mono solo a ver a su Cali? ¡Qué tan contemplado!
Estoy convencido de que mi papá disfrutó, al igual que yo, de aquel espectáculo, de aquella tarde. ¡Qué linda sorpresa me brindaron mi mamá y mi papá! De lo que no estoy seguro es si él alguna vez supo lo inmensamente feliz que me hicieron con ese regalo.
Imagen 4. Tomados de la mano. Tomada de Pixabay.
Relato anterior
Una carta de descargos dirigida a la Dra. Bustos.
Referencias
“World Cup 1966 – Geoff Hurst’s Controversial Goal in Color”. Panah. 1 abr 2020. Recuperado may 2023 de https://youtu.be/0Uhe_l1h3w8
“Entrega Primer título del Independiente Medellín”. Señal Memoria. 14 nov 2021. Recuperado may 2023 de https://youtu.be/wtTfxE7vMOY
“Palmira Señorial”. Orquesta Billos Caracas Boys. 31 ene 2020. Recuperado may 2023 de https://youtu.be/phwosd6w3YA