Sergio tomó el bus en el paradero de la ruta Circular, al frente de la clínica Las Américas, se sentó en una de las sillas traseras al lado de la ventanilla, estaba agotado, aunque solo eran las diez de la mañana de aquel sábado. Mientras el Circular aguardaba la llegada de nuevos pasajeros miró desinteresadamente a los transeúntes que pasaban por allí, y entreabrió su ventanilla para dar paso a una refrescante brisa. El bus cerró sus puertas, empezó lentamente a moverse, vio pasar una dama del brazo de un joven, su reacción de incredulidad fue total —Uy, ¡no! ¿Es ella? ¿Cómo es qué se llama? —había pasado mucho tiempo, intentaba recordarlo. El bus se detuvo para cederle la vía a otro vehículo.
—¡Doña Cata! ¡Doña Catalina! —gritó desesperado mientras sacaba medio torso por la ventanilla. La señora giró y lo observó intrigada igual que otras personas.
—Soy Sergio, soy Sergi. ¿Se acuerda de mí? ¿de Sergi? —decía mientras la saludaba con su mano, irradiaba felicidad. El automotor reanudó su marcha. La señora sonrió y también levantó su mano, él continuaba moviendo la suya, quiso decirle algo, sin embargo, se le hizo un nudo en la garganta. Ella sonriendo lo contemplaba, entre tanto el vehículo se iba alejando.
La próxima parada quedaba a unas pocas cuadras más adelante, allí descendió rápidamente y corrió hasta el anterior paradero, la buscó por los alrededores, pero nada; se quedó casi una hora esperando que apareciera. Presuroso llegó a su casa, corrió al cuarto de San Alejo a esculcar en sus recuerdos. Allí tenía unos estantes roturados en perfecto orden cronológico con cajas llenas de esquelas, documentos, fotos, álbumes, tarjetas de cumpleaños y de Amor y Amistad, cartas, souvenirs, casetes, tiquetes de cine, … artículos importantes en su vida. Meticulosamente buscó hasta hallar en una caja un pequeño álbum, unos volantes de un local fotográfico, una tarjeta de navidad, además, una cajita de regalo con tapa. Miró aquello con regocijo, sonrió, agarró la caja y la llevó hasta la sala. Se sirvió un vaso de agua y se sentó cómodamente en un sofá. Tomó la cajita, la abrió y vio varios “telescopios” o “visores minis de fotos” y una tarjeta de presentación.
—¡Wow! ¿Qué es esto por Dios? Hace tantos años que no veía uno —cerró el ojo izquierdo y se llevó el telescopio al derecho, alzó su cabeza buscando la luz —¡Uy! En esta somos nosotros compartiendo helado en el parque de Bolívar —dijo riendo.
Imagen 2. Telescopios. Tomada de Oscar Gaona en X @oscargaona.
Separó el volante del local fotográfico y la tarjeta de presentación, los miró y bebió un sorbo de agua, advirtió que los números telefónicos que aparecían eran de seis dígitos. Lo invadió la nostalgia y se transportó en el tiempo, en la tarjeta decía: Catalina de Ossa, directora.
A trabajar en diciembre
En horas de la tarde, Sergio estudiaba Historia en la U. y en la mañana trabajaba temporalmente como bibliotecario en un colegio. Amaba lo que hacía. Finalizando el mes de octubre le informaron que ya no necesitarían más de sus servicios. No entendía qué pasaba, se le vino el mundo encima, cumplía con sus funciones y responsabilidades al pie de la letra, siendo respetuoso y diligente tanto con los alumnos como con los profesores, ¡no entendía! Pidió que por lo menos lo dejarán terminar el año, solo faltaban pocos días, el “NO” fue rotundo. Un compañero lo consoló y le dijo en voz baja:
—Fresco, vendrán cosas mejores. ¡Ánimo! —miró a su alrededor y continuó —aquí entre nos, la ahijada del rector está estudiando Bibliotecología, necesita hacer sus prácticas y él quiere que se vaya adaptando desde ya —Sergio lo miró con desconcierto, estaba dolido, no dijo nada, solo se marchó.
Su desconsuelo fue total, pasó los días con tristeza, era la primera vez que lo despedían de un trabajo. —¿Por qué a mí? ¿Qué hice mal? —se preguntaba. Lentamente con las actividades de la universidad intentó recuperarse, sus compañeros lo abrigaron, lo alentaron a no desfallecer, ya se acercaba el cierre del semestre y había que terminarlo con broche de oro. Además, diciembre estaba a la vuelta de la esquina, así que no faltaron las rumbitas los fines de semana, sus frustraciones las apagó con unas cervezas; las polas se volvieron más frecuentes por aquella época. Aunque no lo sabía, se deprimía, se llenaba de motivos.
Una nueva oportunidad
Sus compañeros del colegio habían institucionalizado la costumbre de reunirse anualmente, cada tercer domingo de noviembre, para despedir el año con un “almuerzo bailable”, esta vez en el patio de la casa de Mario, sacaron el equipo de sonido, prepararon un asado y pusieron música. Sergio conversaba feliz con sus amigos y en una de esas les contó de su abrupta salida del trabajo.
—Ve, en la empresa en que estoy, por esta época aumenta el voleo y necesitan personal para atender en el mostrador, te puede servir mientras tanto. Yo tengo buenos contactos, si quieres yo hablo con ellos —dijo animadamente Willy, la propuesta lo sorprendió. Se hizo silencio, sus compañeros estaban expectantes por su respuesta.
—¡Listo! ¡De una! ¡Aquí es diciendo y haciendo! Lo que necesito es camellar —contestó por no dejar. Los demás aplaudieron.
Efectivamente, lo llamaron, lo entrevistaron y le propusieron empezar el lunes siguiente atendiendo en uno de los locales más céntricos, ubicado al pie del parque de Bolívar. Esta era una de las empresas líderes en ventas de productos fotográficos y en revelado. Lo citaron a las nueve de la mañana con la administradora, Catalina de Ossa. Ese fin de semana las reuniones sociales abundaron para Sergio, de jueves a sábado celebró, siempre había un motivo. El domingo, somnoliento y fatigado despertó pasado el mediodía, llevaba tres días seguidos de trasnochos, no había sujeto, el guayabo lo agobiaba. Se incorporó, a lo lejos escuchó unos acordes fiesteros. —¡Esooo! LLegó diciembre con su parranda y con su alegría. Qué festejos tan bacanos los que se nos vienen. ¡Qué nota! — se dijo mientras danzaba con sus brazos.
De repente se detuvo. —No puede ser. ¡Ay, juepucha! Y yo que tengo que ir a ese trabajo mañana, ay no, ¡qué pereza! —decía con desgano —Ah…¿Será que hago quedar mal a Willy? ¡Qué embarrada! No, ni por el chiraz. Tocará ir, ni modo —. No le provocaba nada y menos trabajar, el desánimo le podía más, se derrumbó sobre su cama, le faltaba energía; acaso eran las ganas de seguir de fiesta en fiesta o realmente tenía la depre alborotada. Lo cierto era que no quería moverse de su cama, la desazón y esa culpa inexplicable se apoderaron de él.
Un ángel de la guarda y su primer día de trabajo
Su mamá lo llamó temprano, Sergio abrió los ojos, la miró adormilado, se enrolló de nuevo entre las cobijas y se volteó hacia el rincón. A los cinco minutos ella regresó y lo sacudió, no le quedaba otra alternativa que levantarse. De todas maneras, su sentido de compromiso le indicaba que debía asistir al local fotográfico. Tomó una ducha, se vistió para la ocasión, desayunó y salió lentamente hacia su nuevo trabajo. Su mamá lo notó raro, él era muy responsable, respetuoso, mejor dicho, muy juicioso —algo le pasa a mi muchacho, desde que lo despidieron anda muy aburrido— dijo en voz baja, le echó la bendición, fue y le prendió una velita a María Auxiliadora para que lo protegiera de todo mal y peligro y lo iluminara.
Llegó al local indicado, estaban algunos clientes, preguntó cortésmente por la administradora, le indicaron que esperara un momento. Observó despreocupadamente a los empleados, las instalaciones, el mostrador lo formaban las vitrinas con rollos y accesorios fotográficos, en una esquina quedaba la caja registradora, al fondo, al lado izquierdo, había una cabina donde tomaban fotos tipo documentos; en el centro aparecía una cortina que daba acceso a la zona de estudios fotográficos, espacio con cámaras y luces, con un servicio variado para fotografías sociales, como bodas, quinceañeras, bautizos, familiares. Al lado derecho vio un pequeño pasillo, todo era una novedad para él.
—Joven, bien pueda pase, doña Catalina lo espera. Es por ese pasillo, tome las escalas, en la primera puerta está su oficina —le dijo Bertica, la asistente.
—Disculpa, ¿doña qué? — preguntó nerviosamente.
—Doña Catalina — y le señaló el pasillo, entonces se dirigió decididamente a su cita con el destino.
Jornadas de trabajo y llamada al orden
Dio tres golpes en la puerta que estaba entreabierta, doña Catalina, sentada en su escritorio, lo invitó a pasar y tomar asiento. Estaba sobriamente vestida y maquillada con discreción, llevaba un elegante peinado y llamativos aretes. Estrechó su mano.
—Veo que lo recomendó William Diaz —dijo con seriedad mirándolo a los ojos.
—Sí, somos amigos desde el colegio.
—Willy y yo trabajamos juntos en el mismo local durante mucho tiempo, un muy buen tipo, le tengo mucho afecto. Por eso usted está aquí — expresó cortantemente.
Le habló de los valores y objetivos de la empresa, de las funciones y responsabilidades del puesto. También, sobre la importancia de la puntualidad, el buen trato y respeto para con los clientes y compañeros. Le indicó que Memo, otro empleado, le daría instrucciones específicas sobre los formatos para tomar los pedidos, la manipulación de rollos fotográficos y demás tareas del cargo. El local operaba de siete y treinta de la mañana a siete y treinta de la noche, se trabajaba sábados y domingos. Lo miró fijamente y con sequedad le formuló:
—Se paga el salario mínimo, con todas las prestaciones de ley, incluidas horas extras y dominicales, ¿está usted de acuerdo con sus funciones y horarios?
—Sí, si señora —contestó luego de pensarlo por un instante. En realidad, necesitaba trabajar, no le importaba que fuera diciembre y que le tocara ir los fines de semana.
—De acuerdo. Una última cosita, joven dígame ¿cómo fue su rutina en casa antes de venir acá?
—Bueno… —titubeó, la pregunta lo cogió desprevenido —…me levanté, me bañé, busqué qué ponerme, embetuné los zapatos, me vestí, desayuné y me vine.
—Ah, ya veo. Una recomendación, la noche anterior siempre organice la ropa y los demás elementos que usará al día siguiente—manifestó sin quitarle los ojos de encima, su expresión no tenía ningún atisbo de amabilidad, más bien era ruda. Clavó sus ojos en los suyos —y por favor, váyase, ¡váyase a su casa y se afeita! —le ordenó —cuando se quite esa barba trasnochada y de varios días regrese, de lo contrario no vuelva —y le señaló la puerta.
Barba
incipiente, ¡corra y aféitese! Tomada de Paul Winter en Pixabay.
Sergio quedó perplejo, no supo qué decir, se le enfrío todo, la miró, ella seguía señalando la puerta, balbuceó un —Sí señora —se paró y avanzó cual “perrito regañado”, temblaba, no sabía si de la ira o el desconcierto, con cuidado cerró la puerta. Respiraba con dificultad, bajó los escalones, salió sin mirar a nadie, con la vista clavada al piso, ahora ardía de la furia y la desazón. Tenía tanta rabia que no supo hasta dónde había caminado, se desorientó; respiró, tomó aire, estaba cerca de la avenida Oriental, buscó el paradero del bus que lo llevaría hasta su casa. —“Uy, no, ¡qué pendejada! ¿Qué le pasa a esta señora? ¿Se embobó o qué? ¿Cómo me dice eso? Es el colmo, me trató como un perro sarnoso” —se decía desmoralizado y siguió caminando disgustado, sentía que todas las puertas a su alrededor se cerraban.
Llegó a su casa, entró, buscó la máquina de afeitar con la brocha que heredó de su padre, tomó el radio y lo encendió. Tardó todo el tiempo del mundo ante el espejo, hacía morisquetas, con aquella espuma jugaba pintándose bigotes o la barba de Papá Noel, seguía sin decidirse, se le venía a la memoria la cara de la “inquisidora” y su mano temblaba retrasando su rasurada. De pronto escuchó que en la emisora sonaba “Sailing” de Christopher Cross, su suave ritmo lo serenó y por fin se afeitó. Regresó al local después del mediodía, recibió las instrucciones de Memo y no se le despegó un solo instante. Memo, tenía la virtud de ser muy paciente, siempre contestaba con una palabra amable y una amplia sonrisa, bromeaba con todos, se le veía bien puestecito y acicalado. Era joven como él, con el paso del tiempo se convertiría en su mejor compañero. Ese día lo llenó de confianza, la incertidumbre y el miedo se le fueron pasando. Esperó a que cerraran el local y se marchó. Aquella tarde no volvió a ver a la jefe.
Un desayuno muy particular
Dos días después fueron citados a las siete, la jefe organizó un desayuno informativo, por aquello de las temporadas que se avecinaban, como grados en noviembre, fiestas y vacaciones de diciembre, matriculas escolares en enero. Los empleados vestían impecablemente sus delantales blancos, Sergio se ubicó entre los últimos lugares, medio oculto, escabullendo la mirada de la “inquisidora”. Repartieron el desayuno, Doña Catalina se puso de pie, efusivamente los saludó. Vio al “langaruto ese”, lo presentó al grupo sin inmutarse, sin mostrar un solo gesto de cordialidad, él sonriendo los saludó con la mano, como diciendo “hola”, aunque pensaba —trágame tierra, ¡trágame! —quería desaparecer. Cómo es posible que en los primeros cinco minutos de llegar a su nuevo empleo a su jefe ya le caía mal, ya lo odiaba. No, eso no le pasaba sino a él.
Notó que ella hablaba con mucha soltura y claridad, que los empleados le tenían mucho afecto y respeto. Doña Catalina les dio unas recomendaciones básicas, sin embargo, les recalcó sobre el trato amable y generoso con los clientes:
—Imagínense que el cliente que atienden es su hermano, su tía, su amigo… ¡piénsenlo! —los miró a cada uno e hizo una pausa. Ellos confundidos no sabían a dónde quería llegar —¿Saben que nosotros estamos para ayudarlos a realizar sus sueños? Sí, como lo oyen, sus sueños —algunos abrieron sus ojos sin entender.
—Jefe, ¿pero cómo así? Yo que ni alcanzo los míos, ahora mucho menos el de los demás—replicó Fernando pícaramente, algunos sonrieron.
—¿Y es que no me creen? A ver les explico, miremos un ejemplo, cuando las personas vienen a tomarse las fotos tipo documento ¿para qué son?
—¡Esa es muy fácil! —dijo Memo —si es Fercho, es para entregarle a las muchachas con el número del teléfono al respaldo, ¡ese como es de coqueto! —todos rieron señalándolo.
—¡Un momento por favor! —les pidió silencio —. Esas fotos son para llenar una hoja de vida o para llevar a una institución educativa. Sueñan con un trabajo ideal, o entrar al colegio o a la U. para progresar, para mejorar sus vidas. O quizás esos sueños ya se están cumpliendo, nos traen rollos con fotos del viaje a la costa donde conocieron el mar; o las fotos del grado, del bautizo, del matrimonio. Damas y caballeros, —reinaba un silencio absoluto —esos rollos no contienen simples fotos, traen pedazos de sus vidas, ¡de sus sueños! Atendámoslos con delicadeza, con respeto. Nos debemos a nuestros clientes. Ah, y por esto no olvidemos que debemos estar siempre impecables, limpios, pulcros, con una actitud alegre, amable y receptiva.
—Ay mija, es que hay unos que ni te cuento —le dijo en voz baja Rebeca a Bertica. —Hum, con decirte que han llegado así no más, todos desgualetaos, sin afeitarse ni peinarse, parecen hippies, ¡sí señora! —Sergio estaba al lado y las escuchaba, quería esfumarse —no como este muchacho que está churro y bien puestecito, mejor dicho, ¡está todo titino! —y lo miró de reojo.
Sergio se ruborizó, recordó lo de su barba de tres días, entendió que era una tonta irreverencia suya, es como si les dijese —me importan un comino —. Sí, a ellos que no tenían la más remota idea de lo apachurrado que estaba, a ellos que no tenían velas en ese entierro. Sabía que el problema era solo suyo. Doña Cata, como la llamaban los más cercanos, continuó con sus palabras, señaló las funciones y compromisos para esta temporada, los animó. El grupo completo aplaudió, reinaba el entusiasmo y la buena vibra. Terminaron la reunión, salieron hacia sus puestos de trabajo conversando animadamente. Sergio no decía ni pío, solo sonreía y afirmaba a todo con su cabeza, eso sí, se dio cuenta que su jefe les inspiraba total confianza.
Rollos, fotos y retratos
El ambiente de trabajo resultó ser muy bueno, se colaboraban entre sí, brillaba el humor y la alegría, no faltaba aquel que saliera con un apunte gracioso. Había momentos en que el local se convertía en un hormiguero, la gente aparecía al mismo tiempo, los empleados corrían de un lado al otro, al final de la jornada se respiraba un ambiente de paz y sosiego, de labor cumplida. Sergio aprendió a diferenciar entre un rollo de 135 y uno de 120, también, a sacarlos y ponerlos en la cámara; con los de 35 mm este proceso era más delicado porque se podían “velar” fácilmente dañando todas las fotos. Además, supo que este tipo de rollos era de mejor calidad por su nitidez y colores. Sin olvidar que una foto se tomaba y así quedaba, no había forma de revisarla y repetirla, la única manera de saber cómo había quedado era después del revelado, por eso había que encuadrar bien todo el entorno. En cuanto a las cámaras, llegaban de todo tipo y época, muchas veces las llevaban para que el dependiente sacara el rollo, Fercho o Juanca procedían a hacerlo porque eran los expertos en ese tipo de cámaras especiales y en las máquinas de revelado del negocio. Así mismo, llevaban negativos de fotos antiguas, por ejemplo, del abuelo, de los tíos, generalmente eran en blanco y negro. Aprendió también sobre el tamaño de las fotos, no era lo mismo una de documentos que otra para pasaporte, la de 10×15 o la 13×18, o que dependiendo de las especificaciones de los rollos se podían tomar 12, 24 o 36 fotos. Igual sobre el tipo de papel mate o brillante, enfoques, luminosidad, terminó volviéndose un experto en el tema.
Imagen 4. Rollos y cámaras fotográficas. Tomadas de Benjamin Balazs en Pixabay y Jakob Owens en Unsplash
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Igualmente se hacían promociones, por el revelado obsequiaban un pequeño álbum para las fotos, en otros casos, se regalaba un rollo. Vendían también cámaras fotográficas, aditivos para estas, portarretratos, álbumes. Pululaban los fotógrafos de eventos, urgidos por un pronto revelado de sus fotos. Era curioso ver que en los hogares, aparte de las fotos colgadas en las paredes, no podía faltar el álbum sobre la mesa de la sala. Servía a veces para que la visita se entretuviera mientras esperaba, o para traer gratos recuerdos familiares, todos se juntaban alrededor a mirar cada detalle o recordar alguna anécdota.
Ese diciembre, doña Cata los invitó a una pequeña reunión en su casa por las fiestas de fin de año y para agradecerles por su colaboración. Compartieron buñuelos, natilla y pasabocas, no faltaron los chistes, y uno que otro gracioso apunte con los clientes. Fue un momento muy relajante que permitió conocerse un poco más, Sergio ya se había ganado la simpatía de sus compañeros; precisamente allí, afectuosamente lo bautizaron “Sergi”.
La despedida
Realmente Sergio no duró mucho en aquella empresa, el año nuevo le brindó una oportunidad inigualable, un empleo más acorde con sus necesidades, pues le permitía compaginar estudio y trabajo sin muchos inconvenientes. No hay que negar que le costó tomar dicha decisión, no sabía cómo contarle a su jefe, pero tenía que hacerlo. Se llenó de valor, pidió cita a la asistente e inmediatamente lo hicieron pasar. Se sentía nervioso, lo primero que hizo fue agradecerle a la empresa por la oportunidad que le brindaba, reconoció el apoyo de sus compañeros y a Doña Catalina por toda la colaboración y atención recibida, por sus consejos y amabilidad, por ser tan buena jefe; hizo una pausa, se le secó la garganta, continuó, doña Cata lo interrumpió:
—¿No me digas que te vas a ir? —expresó confundida, él asintió. —¡No! ¡¿Cómo así?! ¿En serio? ¿A dónde? —Sergio le dio una explicación y una extensa justificación. Ella no lo podía creer.
—Pero ¿qué te hicimos? ¿Qué te molestó? ¿Quieres un aumento?…
—No, no es eso. Yo me siento aquí muy, pero muy bien. Disfruto mucho lo que hago, el ambiente es super chévere, mis compañeros son muy especiales…
—Tranquilo, tranquilo… yo entiendo —le dijo —eres un excelente trabajador, cumplido, honesto, serio, amable, ordenado, respetuoso y muy prudente. De verdad que te felicito, ya quisiera tener unos veinte Sergeis aquí —él no salía de su asombro al escuchar tantos elogios, se sonrojó.
—Gracias, mil y mil gracias doña Catalina —sonrió —Ay, ojalá que la escuchara mi mamá, se pondría muy feliz con lo que me dice.
—Díselo con pelos y señales, sin pena —y lo miró fijamente — por tu calidad yo sabía que te llegarían cosas mejores, ¡y todas las que vendrán! Ojo, un consejo, no mires atrás, ve y ¡alcanza tus sueños! —se levantó del asiento y le dio un fuerte abrazo, al oído le dijo —cuídate mucho y sé honesto, especialmente contigo mismo.
Sergio avanzó hasta la puerta, volteó, la miró y alzó su mano, doña Cata sonreía.
—Mira, no te olvides que esta es tu casa, aquí tendrás siempre las puertas abiertas —le dijo emotivamente —¡Ah! Y algo más, ¿recuerdas la primera vez que hablamos?
—¡Sí!, cómo olvidarlo.
—¿Y recuerdas también que te mandé a tu casa para que te afeitaras? —Sergio avergonzado asintió. Lo miró pícaramente —debo confesarte que yo estaba completamente convencida que no regresarías, que nunca volverías por acá. Pensaba que no tendrías los pantalones y la entereza para hacerlo; pero ya ves, me equivoqué, ¡afortunadamente me equivoqué!
Relato anterior
Referencias
Sailing. Christopher Cross
Recuperado oct. 2023 de https://youtu.be/iqiUzuyLjK4?si=CD5SS-9rSc8pqGED