En junio de 1941, cuando la Alemania nazi y los integrantes del Eje habían ya invadido los países de Europa Oriental y Occidental, se reunieron en Londres, en el Palacio de St. James, países aliados, muchos de ellos representados por gobiernos en el exilio, como  Francia con Charles de Gaulle. En esas épocas de derrotas y humillación, declararon que la “la única base cierta de una paz duradera radica en la cooperación voluntaria de todos los pueblos libres que, en un mundo sin la amenaza de la agresión, puedan disfrutar de seguridad económica y social; nos proponemos trabajar, juntos, y con los demás pueblos libres, en la guerra y en la paz, para lograr este fin”. 

El mítico Winston Churchill había logrado resistir la guerra aérea y el bombardeo nazi y se aprestaba a liderar la respuesta aliada. Él sabía que una victoria contra el nazismo y el fascismo requerían la concurrencia de los Estados Unidos. Por ello, en agosto de 1941, acude con interés y gran expectativa a la cita con el presidente Franklin Delano Roosevelt en las costas de Newfoundland, Canadá, a bordo de la Augusta. EE.UU. no era aún una nación beligerante, aunque brindaba un apoyo logístico importante a los aliados. En ese escenario de espacios abiertos, los dos líderes firman la Carta del Atlántico y declaran que después de la destrucción total de la tiranía nazi ellos «esperan ver establecida una paz que ofrezca a todas las naciones los medios para vivir seguras dentro de sus fronteras, y que brinde asimismo a sus habitantes la oportunidad de vivir emancipados del temor y de la necesidad»

Para finales de 1941 las cosas comenzaron a cambiar. El 7 de diciembre se da el ataque a Pearl Harbor y los Estados Unidos declaran la guerra. Los soviéticos habían logrado poner a los nazis en retirada retomando Moscú, el 6 de diciembre.  El día de año nuevo de 1942 el presidente Roosevelt y los señores Winston Churchill, Maxim Litvinov, de la Unión Soviética, y T. V. Soong, de China, firmaron un breve documento que luego se conocería como la Declaración de las Naciones Unidas, que básicamente ratificaba lo expuesto en la Carta Atlántica. A esta declaración se sumaron al día siguiente los representantes de otras 22 naciones más. En este trascendental documento, los signatarios se comprometían a poner su máximo empeño en la guerra y a no firmar una paz por separado.

A partir de esa fecha, la guerra entra en una fase de intensas marchas y contramarchas, pero se empezaba a vislumbrar la derrota de los ejércitos alemanes y sus aliados. El 30 de octubre de 1943 el Secretario de Estado de EE. UU., Cordell Hull, viaja por primera vez en su vida en avión y acude a una cita de ministros de relaciones exteriores de los tres grandes (Gran Bretaña, EE. UU. y la Unión Soviética) más el embajador Chino, en Moscú. Los ministros “reconocen la necesidad de establecer, dentro del menor plazo posible, una organización general internacional, basada en el principio de la igualdad soberana de todos los estados amantes de la paz, y a la cual puedan asociarse tales estados, grandes y pequeños, para mantener la paz y la seguridad internacionales”. La reunión de cancilleres fue la antesala al primer encuentro de los tres grandes, Roosevelt, Churchill y Stalin, en Teherán, diciembre de 1943, en donde trazaron la hoja de ruta para la victoria final. 

La idea de una organización general internacional comenzaba a tomar cuerpo y a medida que la posguerra se vislumbraba como una posibilidad cierta, se hacía necesario desarrollar el concepto con mayor precisión. El presidente Roosevelt, quizás el más interesado en ese componente de las tratativas entre los aliados, auspició el encuentro en Washington D.C, en el caserón de Dumbarton Oaks, en Georgetown. Ahí, las cancillerías y sus técnicos empezaron a darle cuerpo al artículo 4 de la declaración de Moscú. Se delineó la futura estructura de la organización, sus funciones y responsabilidades, sus métodos de votación, y las fuerzas al servicio de la paz. Aunque se avanzó de manera significativa, se empantanaron en temas relativos al método de votación y la membresía. Esas dificultades tuvieron que trasladarse a la Conferencia de Yalta, con la presencia de los presidentes, en febrero de 1945. 

En un antiguo palacio zarista se reúnieron de vuelta los tres grandes y discuten los temas críticos, cada uno con su interés específico en mente. Stalin estaba en posición ventajosa, ya que sus ejércitos avanzaban con rapidez hacia Berlín, mientras que los ejércitos aliados del frente occidental iban más lentos, encontrando tenaz resistencia de parte de los alemanes. Winston Churchill estaba muy preocupado por la suerte de los países de Europa del Este, sobre todo Polonia, y presentía que la Unión Soviética no se retiraría sin imponer gobiernos amigos. Sin embargo, no había posibilidad de un enfrentamiento armado con la Unión Soviética para disuadirlos de esas intenciones, y estaban, por ende, a la merced de las intenciones de Stalin. Roosevelt, por su lado, tenia muy presente la guerra con Japón. Sus generales le decían que invadir Japón significaba la muerte de al menos un millón de soldados. Por ende, quería comprometer a la Unión Soviética a entrar a la guerra desde sus costas en el Pacífico. A cambio, aceptaría que las repúblicas soviéticas de Ucrania y Bielorusia tuviesen una membresía propia a la ONU, aparte de la USSR. 

A pesar de todo, los tres grandes salieron con un acuerdo. Roosevelt logró introducir la creación de las Naciones Unidas. Yalta fue probablemente su último gran gesto histórico. A los pocos meses después de eso fallece, el 12 de abril de 1945. En la misma conferencia, ya no se lo veía del todo bien, sus salud empeoraba y en las filmaciones de los tres grandes sentados para los fotógrafos se nota un rostro cansado, fumando un cigarrillo, mientras Stalin, sentado a su izquierda, lo miraba con una media sonrisa. Churchill, a su derecha, lo acompañaba con un habano. Roosevelt, alcanzó a firmar la invitación de la Conferencia de San Francisco, dándole continuidad a la decisión de Yalta de establecer “una organización internacional general para mantener la paz y la seguridad, con nuestros aliados […] Hemos acordado que una Conferencia de las Naciones Unidas debe ser llamada para reunirse en San Francisco, Estados Unidos, el 25 de abril de 1945 para preparar la Carta de dicha organización a lo largo de las líneas propuestas en las conversaciones formales de Dumbarton Oaks”.

Luego de 400 reuniones de comités y 10 sesiones plenarias, con intensas negociaciones, se aprobó la Carta de las Naciones Unidas, «para preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles, reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas, crear condiciones bajo las cuales puedan mantenerse la justicia y el respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del derecho internacional, promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad”. 

En su discurso de cierre, Harry Truman pronunció estas palabras, que aún tienen cierta resonancia: «Si no nos valemos de ella, habremos traicionado a los que sacrificaron sus vidas porque nos fuese posible reunirnos aquí, segura y libremente para forjarla. Si intentásemos servirnos de ella con egoísmo -en provecho de una sola nación o de un grupo pequeño de naciones-, seríamos igualmente culpables de esa traición».