La minería es tan poderosa que puede hacer magia: convertir algo muerto (el mineral) en vida (educación, salud, oportunidades para la gente). Así mismo, el poder que encierra la minería hace que este sea un oficio de altísimo riesgo y obliga que para ejercerla se tenga la capacidad de observar los más altos estándares de cumplimiento que, desafortunadamente, no pueden ser cubiertos por los mineros informales (ya sean de subsistencia o tradicionales), sin importar los desproporcionados esfuerzos que está haciendo el Estado por llevarlos a una condición de formalidad.
Para quienes no saben, la minería se hace en cuatro ciclos: exploración, construcción y montaje, explotación, y cierre. Todos y cada uno de estos ciclos demandan grandes capacidades técnicas y financieras, puesto que en cada uno de los pasos se están poniendo riesgo vidas y recursos ambientales. Mientras que la exploración y construcción y montaje tienen un efecto importante en la viabilidad económica del proyecto, la explotación y cierre de mina encierran dos grandes promesas para la sociedad: el cuidado de las personas, transparencia en los recursos y el compromiso de que al finalizar el proyecto minero se deje el área explotada en un estado similar (o incluso mejor) que antes de iniciar. Desafortunadamente, estas condiciones no las pueden cumplir de manera integral los mineros formalizados en los que se concentra buena parte de los esfuerzos del Estado, si no está de por medio una compañía ‘apadrinando’ la formalización a un costo altísimo para las operaciones de la misma.
Por la escala y capacidad de los proyectos de mineros tradicionales a duras penas cuentan con la capacidad para ofrecer condiciones de relativa seguridad a quienes trabajan en la mina. En algunos casos excepcionales los mineros formalizados contabilizan adecuadamente los pagos de regalías e impuestos y en ningún caso conocido, se hacen las apropiaciones para asegurar los recursos necesarios para el cierre de mina, dentro de los estándares requeridos. Por el contrario, los procesos de formalización están plagados de casos en los que los mineros apoyados han sucumbido ante la ilegalidad, engrosando así una actividad marginal de la que se están alimentando las Bandas Criminales y dejando a su paso una estela de destrucción y desolación que tomaría varias generaciones para reconstruir.
Los esfuerzos de formalización y tecnificación en los que el Estado ha invertido sus recursos han terminado incluso sirviendo a la ilegalidad. La atroz migración de mineros ilegales que tuvo que padecer Buriticá, por ejemplo, estuvo llena de empresarios mineros que habían sido objeto de “fortalecimiento técnico” en municipios como Remedios y Segovia: estos mineros, que habiendo recibido asistencia y entrenamiento por el mismo gobierno Nacional y Departamental, al oír de la existencia de depósitos más rentables en Buriticá, migraron para usar lo aprendido en las explotaciones ilícitas que azotaban a ese pequeño municipio de Antioquia. El conocimiento y recursos del Estado sirvieron para mejorar la productividad de explotaciones ilícitas, que financiarían a su vez las Bandas Criminales y Grupos Paramilitares.
La minería tradicional es una minería imposible en un mundo moderno. Esta afirmación despertará la indignación de muchos políticos, defensores de derechos humanos y organizaciones sociales bajo argumentos que se contradicen en lo fundamental: el cuidado del medio ambiente y la protección de la vida humana sobre todas las cosas. Y es la fuerza política la que ha primado al volcar la mayoría de los recursos del Estado en perpetuar una forma de minería que ha traído grandes tragedias ambientales y humanas, así como servido de caldo de cultivo para los ilegales.
Por espantoso y desalmado que parezca, así como ocurrió con la polvorería artesanal, las curtiembres que contaminaban el río Bogotá, y los mataderos de barrio, la minería tradicional deberá ir desapareciendo a la luz de los estándares que demanda la sociedad moderna para una actividad que es considerada de altísimo riesgo.